No recuerdo bien cómo conocí a esta mujer, ni en qué momento. Me la presentó un amigo, Fernando, y por alguna razón pasó a ser la dueña de su nombre en mi agenda: sólo una Virginia, aunque en el listín tenga alguna más -que me disculpen-. Adueñarse así de un nombre denota un poder poco frecuente, un saber pisar. Al cabo de algún tiempo, ya era sólo Vir no ya en mi estrecho círculo de amistades, sino en el mundo que me rodea: tres letras para un faro siempre encendido, para una mujer radiante con una vitalidad admirable y una sonrisa directa y profusa. Bastantes años después no dejan de asombrarme su fortaleza y su poder. Su resiliencia.
Vir escribe con una fluidez admirable. Yo seguía sus pasos por la restauración bilbaína, dados con un sesgo cosmopolita y elaboradamente trivial, quizá mundano; el caso es que evaluaba los restaurantes de forma lúcida, detallada e impecable. Después asistí al relato de cómo luchaba tenazmente contra un enemigo desalmado, en un pulso largo y extenuante que acabó por vencer. Fueron días en los que un pañuelo flameaba en su cabeza, como el gallardete de un barco insumergible, ávido de conocer todos los litorales de una larga y muelle vida, pero expuesto a galernas y corrientes. Incluso en aquellas fechas inciertas, Vir daba también más de lo que demandaba; era un manantial, o quizá un río franco y caudaloso. Nos habíamos dejado de ver con la anterior frecuencia, y ese trance que no nombraré propició un reencuentro. A partir de ahí, el privilegio de saberse cercanos. Por mucho tiempo, según reza en un contrato no escrito.
Y esta mañana he sentido las ganas de decir a Vir estas cosas que pienso, que no son sino una forma de agradecer por escrito su sonrisa, su estilazo, su firme y grata presencia.