Erik Nielsen. Foto: BOS

Publicado en Mundoclasico el 21 de agosto de 2020

Joseba Lopezortega / 

Bilbao, martes, 18 de agosto de 2020. Palacio Euskalduna. Copland: Fanfare for the Common Man. Rossini: Obertura de El barbero de Sevilla. Ravel: Tzigane, para violín y orquesta; Pavana para una infanta difunta. Mozart: Obertura de Don Giovanni. Prokofiev: Sinfonía nº 1 en Re mayor, “Clásica”. Giulia Brinckmeier, violín. Orquesta Sinfónica de Bilbao. Erik Nielsen, director. Aforo: reducido a 600 localidades por medidas anti covid-19. Ocupación: lleno.

Del patio del Euskalduna se han escatimado numerosas butacas. De la trama densa y cartesiana habitual del auditorio se ha pasado a una disposición quebrada que dibuja largas diagonales. La sensación es realmente muy grata, la mirada encuentra recorrido y aporta aire. En un atardecer veraniego, todas las localidades disponibles se han ocupado por un publico variopinto, diría que más representativo del ambiente desenfadado de Musika Música que del serio y reconocible abono de temporada.

Es importante señalar que este concierto marca el retorno al escenario del Euskalduna de la Sinfónica de Bilbao tras unos cuantos meses ausente. En este largo periodo, hasta hace unas pocas semanas, la dirección de la BOS ha evidenciado cierta dificultad para adoptar iniciativas; pero el retorno al Euskalduna es como una inmersión en el Jordán, y el público recibe a la orquesta con una ovación larga, cálida, emocionante. Público y orquesta abrazados, como dos amantes a los que todo les es ajeno. Vivirlo desde el escenario tuvo que ser precioso y esclarecedor: público y músicos están siempre, siempre, del mismo lado. Es la principal enseñanza a extraer del retorno de la orquesta a su sede.

El programa era breve y ecléctico. La fanfarria de Copland que abría la tarde sonó como un conjuro solemne, cerrando un periodo de penumbra y conmoción y anunciando otro distinto, imprevisible pero necesariamente promisorio. Copland la creó como un sello y así sonó, con una excelente prestación de metales y percusionistas. Creo que su inclusión en el programa fue un acierto. Después fue el turno de la célebre obertura de El barbero de Sevilla. Ver dirigir a Nielsen es un placer cuando el maestro está a gusto, y desde luego lo estuvo con esta Obertura que ofreció con toda riqueza de detalles y matices. Como comentario general, estos programas para pequeña orquesta forzados en buena medida por las cautelas relacionadas con covid-19 tienen la virtud de exponer la calidad y los defectos sin demasiados escondites posibles, como sucede con este conocido pasaje. Todo detalle queda en evidencia de una forma palmaria, más que -pongamos por caso- en una interpretación de una sinfonía de Shostakovich. En esta obra, lo que quedó claro es que la orquesta tiene calidad y tiene también un sólido autoconcepto. Idéntica valoración sirve para la Obertura de Don Giovanni, con dinámicas muy bien expuestas y cierto fulgor de insolente modernidad.

Entre ambas oberturas se hicieron dos obras de Ravel, Tzigane y Pavana para una infanta difuntaTzigane requiere un violinista de gran virtuosismo y técnica, y eso encontró en una Giulia Brinckmeier excelente, con grandes recursos e incondicional entrega. Giulia Brinckmeier supo transmitir la expresa dualidad presente en la exigente obra de Ravel, y es que la obra acaricia generosamente la música gitana, pero lo hace a través de unos guantes de cirujano, con no poca distancia. Creo que Brinckmeier hizo su trabajo más en clave centroeuropea que gitana y me pareció una lectura acertada. Un trabajo de gran calidad tras el que ocupó su lugar como concertino de la formación bilbaína.

En cuando a la Pavana, tan hermosa como compleja, fue quizá la obra menos redonda de la tarde, una tarde complicada si se tiene en cuenta que el programa dibujaba una rápida sucesión de curvas y desniveles, una montaña rusa. Siguiendo con la analogía, que se ofreciera como propina la Meditación de Thais de Massenet hizo que saliéramos del auditorio con un palitroque de algodón de azúcar incrustado en el gaznate.

Pero antes habíamos escuchado la Clásica de Prokofiev, una Clásica ofrecida de forma seccionada y muy preciosista y pormenorizada, pero expuesta a las voluptuosidades sonoras del auditorio del Euskalduna, que a veces se comporta de manera francamente extraña con algunas obras. Nielsen disfrutó con este ejercicio de preciosismo neo de Prokofiev de principio a fin. El Allegro fue clásico, clásico, se diría canónico, muy bien medido e interpretado. Lo mismo puede decirse del Larghetto, muy bello en los dedos de Nielsen y unos músicos que caminaban cómodos y cortesanos por los elevados alambres de la composición. La Gavotta, quizá el pasaje más reconociblemente prokofieviano de la sinfonía, mostró una formación empastada y también alguna dificultad para llegar al auditorio con la claridad de planos necesaria, pero francamente creo que esto es achacable a las características del auditorio. Lo mismo pareció suceder, de manera acentuada, en el Finale.

Será muy interesante escuchar a esta misma orquesta y director con esta misma composición apenas tres días después en el Kursaal de San Sebastián, con un comportamiento acústico incomparablemente más noble, porque se mostrarán mejor las intenciones de Nielsen, el buen maestro Nielsen. La orquesta suena bien a sus órdenes, el público quiere a su orquesta, el futuro ofrece páginas blancas que se habrán de escribir desde la profesionalidad, la exigencia y la audacia, y parece que corra un viento fresco entre las hileras de butacas del auditorio, así que me siento obligado a transmitir mi profunda alegría por el reencuentro y mi agradecimiento a la orquesta, a un personal de acomodación que hizo un trabajo exigido y responsable y a una ciudad y un territorio, Bilbao y Bizkaia, que se mantienen firmemente en el esfuerzo de sostener tan grande y tan querido activo cultural. Que el futuro sea pródigo y que la música nos envuelva y abrace.