Joaquín Achúcarro. Foto: Enrique Moreno Esquibel / Teatro Arriaga

 

Publicado en Mundoclasico el 2 de julio de 2020

 

Bilbao, miércoles 17 de junio de 2020. Teatro Arriaga. Bach: Coral de la Cantata 147 (Myra Hess). Beethoven: Sonata opus 109. Brahms: Intermezzo, opus 119 nº 3. Liszt: Liebestraüme nº 3; Valse oubliée nº 1; Funerales (Harmonies poetiques et religieuses n.7). Aforo reducido a causa de Covid-19. Llenas las localidades disponibles. 

Joaquín Achúcarro forma parte orgánica de todas las salas de conciertos y escenarios de su ciudad natal, Bilbao, como si fuera una pared o la propia tarima sobre la que actúa. Entra en un espacio y el espacio es suyo. También está completamente integrado en la memoria de la afición, tanto en su ciudad como en otros muchos lugares, porque su vida en activo es ya muy larga y supera en años a la de muchos y muchas maduros oyentes de sus conciertos, oyentes que le contemplan con una mezcla de devoción y asombro hacia este maestro menudo y vivaz, capaz de buscar y ofrecer un pianismo fresco y de gran nivel después de tantos años en activo. Achúcarro ama el piano, eso es palpable desde la primera nota hasta la última. El instrumento es una prolongación de sí mismo, forma parte de un todo que él domina hasta el extremo. A lo largo de este concierto en el Arriaga, el piano pareció metamorfosearse sonando de un modo peculiar y diferente con cada uno de los compositores a los que Achúcarro se entregó:  Bach,  Beethoven,  Brahms y Liszt, con Chopin en las propinas.  La capacidad del maestro para extraer del piano exactamente el sonido que busca fue deslumbrante con Brahms;  sus muy relativas y perfectamente entendibles licencias apenas afectaron a la interpretación de Beethoven o Liszt,  y eso que el programa lo cerraban los Funerales, una obra realmente fascinante en manos de Achúcarro: nos ofreció una interpretación madura y serena, con una comprensión plena y muy directa de la obra, tocada como en un lienzo de dominio, delicadeza y proximidad: un Liszt interior, de igual a igual, tan íntimo para el pianista como apreciable para su público. Fue un cierre simplemente majestuoso para un programa que, por muchas razones, era inolvidable desde el momento en que se anunció.

Joaquín Achúcarro había sido el protagonista del último concierto que se escuchó en Bilbao antes de ese confinamiento silente, como de encantamiento, en el que se sumergió la ciudad. Fue en la clausura de Musika Música 2020, un festival multitudinario, que convierte el gran espacio del Palacio Euskalduna en un hervidero de aficionados, paseantes, curiosos y músicos de distintas procedencias y gustos.  Aquel formato masivo parecía un sueño lejano en un teatro Arriaga con el aforo limitado a unas 300 personas, con separación de escuadra y cartabón entre unos y otros;  un teatro a cuyo escenario accedió el maestro Achúcarro luciendo una mascarilla, que se volvió a poner tras dar por concluidas las propinas. Ese gesto ejerció de editorial del acto: el tránsito desde el concierto masivo y despreocupado de marzo hasta el concierto condicionado, herido y cauteloso de junio, a través de un mismo protagonista. Eso es abrir y cerrar un paréntesis de implicación histórica: como si su ciudad se rindiera a su fortaleza y a su clase y deseara que precisamente fuera él el encargado de abrir la dura herida y suturarla. Él y no otro. Qué gran cirujano.

Las primeras notas del célebre Coral del 147 de Bach fueron balsámicas. Eran el reencuentro con la música no sólo tras meses de silencio, sino tras algunos cuidadosos trámites para acceder al teatro y a las localidades. Esa rutina: la falsa caricia de la mascarilla en el rostro, el olor fugaz e inconfundible del hidrogel, la represión de los abrazos, mutados en miradas de sumisión y resignada complicidad… todo ese peregrinar de la calle a la platea era el tránsito por el purgatorio y Bach, cómo no, fue como abrir las puertas mismas del cielo. El concierto no fue largo, y sí muy placentero, sin embargo hay que decir que el uso de mascarilla resulta tan incómodo como necesario. Es un precio a pagar, pero un precio ínfimo, despreciable. No hay proporción entre la modestia de los impedimentos y el gran placer de la música. 

El maestro Achúcarro fue pródigo en explicaciones, se podría decir que el concierto tuvo cierto enfoque docente, pero esa locuacidad -perfectamente administrada- contribuyó a aminorar la solemnidad de la cita y a establecer una atmósfera de fuerte proximidad y voluntad de superación. Glosó el pianista la importancia y la gran capacidad de innovación de Beethoven, enmarcó a Brahms y a Liszt,  dio entrada a Chopin como pidiendo disculpas por haberle dejado fuera del programa inicial. Con tales compositores el veterano pianista parecía entregado a un arte realmente complejo que no es tocar el piano, sino trascender su mecanismo. Cuánta sabiduría, cuánta entrega y cuánta nobleza en su trabajo, ejercido con las luces de la sala encendidas: no tocaba Achúcarro el piano para el público, sino junto a su público, cara a cara. Y así, de forma llana, dejó un concierto para la historia del Arriaga y del Bilbao musical, y desde luego para la memoria de cada asistente.