Publicado en Mundoclasico y Klassikbidea el 27/5/2019

Joseba Lopezortega /

Bilbao, 9 de mayo de 2019. Euskalduna Jauregia. Gustav Mahler: Sinfonía número 9. Orquesta Sinfónica de Euskadi. Robert Treviño, director. Aforo: 2.164 personas. Ocupación: 70%.

Mahler es una feliz constante en la actividad de Robert Treviño al frente de la Sinfónica de Euskadi y es también, con seguridad, uno de los compositores con los que el potente maestro se siente más seguro y conocedor, más familiar: no hay en Mahler resquicio, no hay silencio, no hay matiz que Treviño eluda o ignore, y ciertamente se puede asegurar que su orquesta le sigue fielmente en esta exploración sonora de largo aliento. Inevitable recordar unas palabras del director dichas hará un par de temporadas: “La Sinfónica de Euskadi y yo mismo perseguimos promover la empatía, el amor, la pasión y la fuerza entre nuestro público y el mundo”. ¿Qué representa el mundo en esa frase? Representa la simbiosis entre música y mundo, la música en su poder de evocación, convocatoria y transformación. Es evidente que, quizá más que ninguna otra, la obra de Mahler se adecúa a ese ambicioso designio, a esa implicación entre música y experiencia vital. La frase es en sí misma, por otro lado, obviamente mahleriana. Y, si una sinfonía puede aspirar a contener todo un mundo, es lícito y casi exigible que el director aspire a desnudarlo y hacerlo abordable, siendo el resultado del concierto la respuesta a ese audaz e intencionado compromiso de intenciones.

Con esa suerte de hercúlea voluntad que caracteriza su dirección, con un primoroso equilibrio entre fuerza y desmayo, voluntad y abandono, Treviño establece unos parámetros claros desde los primeros compases de la obra. La orquesta entera responde a bloque, como un mecanismo de transmisión fiable y preciso, obediente a un maestro que la instrumentaliza y doblega al servicio de su misión recreadora. En esto también encuentro una clara adscripción mahleriana, en forma de dominación fértil e insoslayable, de gozoso imperio. Y hay calma, mucha calma: todo se propone como una experiencia abierta, como una puerta que conduce a otra puerta, como un camino que se abre y evoluciona y que sólo encontrará su destino y culminación en la clausura de todas las puertas. Así, Treviño y la OSE proclamaban con clase la grandeza de esta partitura brutal, profundamente vital y arrebatada, en la que tanto pesa el color como su ausencia.

Irreprochable Novena, en suma, y una nueva muesca en el contador de veladas grandes y memorables deparadas por Treviño. Empero, hay algunos aspectos en el desarrollo del concierto que deben relatarse para que la crónica sea más completa. Creo que (más allá de la artera respuesta acústica del auditorio a las exigencias del Rondo – Burleske) son dos: la asistencia de público y su comportamiento. Creo que era de esperar una entrada mayor a la registrada, lo creo quizá por exceso de fé en la capacidad de Mahler para sentar gente en las butacas. Quizá esta Novena no es de sus obras más atractivas. Si esa es la causa, su tiempo llegará, pero me temo que en esta temporada Bilbao experimenta cierta bajada de asistencia a sus diversas convocatorias sinfónicas. Respecto al comportamiento, esos célebres últimos largos compases del Adagio en los que las notas parecen tejer un sudario -frío o esperanzado, no lo sé, pero un sudario- fueron literalmente ensuciados por varios breves sonidos digitales, heraldos de un impetuoso tono de llamada, un señor toro de lidia de los tonos telefónicos que violentó completamente la escucha. Sinceramente: no hay derecho a agredir así al resto de la audiencia.