Robert Treviño. Foto: © Musacchio & Ianniello. De la web del Maestro.

Sin detenerse en convenciones, Mare marginis es una música primigenia y magmática, tenazmente empeñada en diluir límites y combinar estados; es también y sobre todo una personalidad pianística inmersa en el deseo de erigir su afirmación, su propia enérgica voz, en un lago subterráneo de sonidos; es fragilidad que horada, encerrada en un mundo de roca. Perseverante y rebelde, el piano se debate entre el derecho y el deseo de ser, y la amenaza, como en una frontera hostil. Es también urgencia, como si fuera consciente de su naturaleza efímera, y por eso interpela y encara. Es un piano orgulloso. Mare marginis es una creación madura y pletórica, que nos arrastra a las analogías y a las metáforas, hundidos como tenemos los pies, no pocas veces, en un lodo programático. 

Pero, ¿es que debemos entender Mare marginis? De hecho, esta música de Lazkano nos lleva adonde ella quiere y lo que menos importa es a dónde nos lleva, exactamente lo que sucede con cualquier concierto para piano del repertorio. A mí me sumergió, como decía, en un lago subterráneo, y luego al leer el programa de mano de la orquesta descubrí que, al parecer, se inspira en la idea de un mar seco, desierto. Esto me encanta, porque toda gran obra es abierta y libre y democrática, y desde luego este segundo concierto para piano de Lazkano lo es. El pianista, Alexandre Tharaud, me causó una impresión excelente.

Seguía una nueva cita de Robert Treviño con Mahler, la Sinfonía número 5, un colosal artefacto sonoro perfecto para constatar la pasión del maestro por este compositor y también su concienzuda aproximación a sus complejos laberintos, sin azares; y también la manera en que la orquesta parece encontrar en Mahler una forma de expresarse con llamativa naturalidad. Treviño encaró la número 5 con su habitual inclinación a ofrecer sonidos firmes y tersos, muy consistentes, sin dar lugar a especulaciones. Es música de la que se apropia antes de compartirla, y esto quedaba claro ya desde la primera nota de la trompeta, pero a lo largo de la interpretación aguardaban muchas sensaciones, algunas encontradas, y no pocas sorpresas. 

Tras un primer movimiento de tiempo vertiginoso, en el segundo movimiento, tormentoso y vehemente, Treviño se mostraba dialogante con la partitura, a la que hacía detenerse y guardar silencio para, por unos instantes, hurgar en sus tendones e interioridades. No eran tanto rubatos como rasgos de una lectura rápida y casi física que él creía necesaria, pero que llegaban a sentirse ajenos -y que no suelen escucharse-. Pero, tras unos instantes de cierta tenue, minúscula perplejidad, se apresuraba a imponerse una constatación: Treviño desconcertaba porque su versión estaba radiantemente viva. Sólo quedaba dejarse llevar, pero ya con el sombrero quitado y los prejuicios prudentemente arrinconados. Estaba sonando el Mahler de Treviño, pero vaya si era Mahler.

El Scherzo es un movimiento soberbio, ideal para hacer patente la personalidad del maestro. Como en un viaje que deja atrás la consternación, ahí estaba la danza y ahí estaba la cuerda de la orquesta dando compases maravillosos. Siguió al movimiento una larga pausa, en un contraste llamativo con la ausencia de pausa entre los dos primeros movimientos. Era un encuentro con la serenidad. 

El Adagietto fue para enmarcar: bello, respetuoso, íntimo, una muestra de conocimiento de qué significa el sonido. Treviño dirigió esta célebre página como quien teme romperla, con una delicadeza y una entrega que recordaba el tempo -y otros aspectos- de Bernstein -y otros-, alrededor de once minutos entre sedas. Fue para vivirlo. Un maestro capaz de ofrecer semejante despliegue de personalidad con una sinfonía, por más que esta lo propicie, es un maestro fuera de lo común.

La conclusión, luminosa y henchida de vigor y optimismo, dio paso a unas ovaciones que no siempre se escuchan en el Euskalduna. Se aplaudió y vitoreó: al maestro, a cada músico y sección, a la obra misma que había propiciado un viaje sonoro y emocional ciertamente excepcional. Esta Sinfonía número 5 no siempre se deja dirigir, pero acabó en los brazos de Treviño con la intensidad y la entrega de un amante, así que, después de todo, la más completa intimidad subyacía bajo la piel brillante de los primeros compases. Mucho, pero mucho me gustaría volver a escuchar una Quinta de Treviño dentro de, pongamos, quince o veinte años.