Salvador Dalí:

Salvador Dalí: «Gala en la ventana», 1925. Óleo sobre cartón piedra. 105 x 74,5 cm. ©Museo Nacional Reina Sofía

 

Artículo publicado en El Correo el 21 de julio de 2015

En 1993 Italia se vio sacudida por un temblor que derrumbó su estructura de partidos. Tangentopoli, el proceso judicial que sacó a la superficie la connivencia ilícita entre partidos y empresas, minó la credibilidad del sistema y tendió sobre la política italiana un manto de oprobio, al constatarse una práctica de saqueo que por otro lado ya conocía media Italia y barruntaba la otra media. El paradójico resultado de aquella gran convulsión fue que, lejos de resultar catártica, convirtió a Silvio Berlusconi en el dominador de la escena política italiana durante veinte años; una personalidad en el margen de la ley y más allá, hortera y extravagante, y también la encarnación de una superstición que una vez más prendió en las capas populares: un millonario no necesita robar porque ya tiene todo el dinero que pueda desear (nada más incierto: los millonarios llegan a serlo porque el dinero nunca les sacia). Por contra, quien nada tiene hará carrera política para enriquecerse y continuar robando a los de siempre.

La creencia en la corrupción como un mal inseparable de la práctica política acompaña al Mediterráneo europeo desde hace siglos y continúa viva dos décadas después del inicio de la prolongada oscuridad berlusconiana. La sucesión de escándalos que ha afectado a países y partidos de este ámbito geopolítico, en España de modo abrumador, ha extendido y consolidado esa creencia. La consecuencia es una criminalización de la política, cuyos ejercitantes se convierten en sospechosos de intereses espurios y pasan a constituir lo que algunos han etiquetado como “casta”, para mayor gloria de su por ahora fecundo marketing político. A través de esa etiqueta, los y las que venían haciendo y hacen política son presentados como seres de un biotopo desconectado de la realidad, personas ensimismadas en su propia supervivencia como élite y de espaldas o incluso enfrentadas a los intereses de algo tan abstracto y sustancialmente demagógico como la gente o el pueblo. Bien: cuando hablamos de política hablamos de ciudadanos y ciudadanas, no de gente. En un sistema democrático, en el que la ciudadanía elige periódicamente a sus representantes precisamente para que administren y dirijan de acuerdo a sus planteamientos ideológicos y programas y por un plazo predeterminado, no se puede validar, es falaz la contraposición entre política y gente o pueblo, pues los cargos electos representan a toda la ciudadanía, también a la que no vota.

La duración de un mandato político y su reprobación o refrendo en las urnas es la piedra angular de las democracias. La responsabilidad de los cargos públicos tiene fecha de caducidad y el poder de fijarla depende de la voluntad popular, mediante el ejercicio del derecho al voto. Eso significa que los y las responsables públicos deberán abandonar en algún momento de su trayectoria profesional la política, como ámbito de trabajo y como medio de vida. Para que exista la democracia deben asistir a los ciudadanos y ciudadanas interesados el derecho a acceder a la práctica de la política, el derecho a permanecer y progresar en ella como una finalidad en sí, es decir a hacer carrera y, finalmente, el derecho o la necesidad por imperativo electoral de abandonar la actividad pública, sin que el retorno a la esfera privada arroje necesariamente sombras de duda sobre su legitimidad, es decir: sin que el hecho de haber trabajado para la sociedad por medio de la política se vea automáticamente castigado y/o culpabilizado.

Resulta lógico, y además es exigible, que la opinión pública vigile el tránsito entre las esferas pública y privada que se produce acompañando a todos los procesos electorales. En la cultura política anglosajona, revolving door sirve para fiscalizar y normalizar progresivamente los cauces de ese tránsito, siempre delicado y a menudo polémico. Importado al contexto culposo de la política mediterránea, puerta giratoria parece ampliar su alcance y se convierte en un oscuro túnel que extiende sus ramificaciones no sólo a las relaciones entre el mundo político y el empresarial, sino al propio interior de la actividad pública: recientemente leía en un periódico sensacionalista un curioso palmarés de cargos que, tras las elecciones, ocupan nuevas responsabilidades públicas por su pertenencia o vinculación con el partido con mayor presencia institucional, ¿es que puede hablarse de puertas giratorias también en este caso? Parece discutible.

Los partidos deben ser los principales interesados en iluminar adecuadamente el tránsito entre lo público y lo privado, pero también deben reivindicar la plena dignidad de la carrera política. La vocación y la profesión política son necesarias para una democracia que se ve condicionada por una crisis larga y desestabilizadora, en la que crecen tanto nuevos ideales como viejas demagogias. Del mismo modo, es lícito y deseable que el desempeño de la función pública resulte atractivo en términos de compensación económica, de lo contrario se estará acotando la política para los pertenecientes a la élite económica y quizá se estarán perdiendo valiosos activos del ámbito profesional privado. Ambos son riesgos para la salud y la eficacia de la democracia, porque hieren a la vez su credibilidad y su potencial. Vigilemos las puertas, pero abramos las ventanas. Sólo una responsabilidad pública legitimada y compensada garantizará la pluralidad democrática y la soberanía ciudadana, dueña y señora para poner y quitar dirigentes donde antes sólo existían dictadores o amos con derecho a pernada.