Foto: www.kursaal.eus

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Publicado en Mundoclasico el 20 de diciembre de 2016

 

San Sebastián, 14 de noviembre de 2016. Auditorio Kursaal. Tzimon Barto, piano. SWR Orquesta Sinfónica de Stuttgart. Director: Christoph Eschenbach. Maurice Ravel: Concierto para piano y orquesta en sol mayor. Gustav Mahler: Sinfonía número 5 en do sostenido menor. Aforo: 1806. Ocupación: lleno.

Eschenbach dirige de memoria la Sinfonía número 5 de Mahler, pero la partitura no es lo único que tiene perfectamente estudiado: cada paso por el escenario, cada mirada y cada gesto parecen meditados para construir un icono casi tópico de maestro dominador, exigente hasta el capricho, también algo misterioso gracias a su aspecto mitad frágil, mitad férreo. Todo eso es, en apariencia, bastante peculiar, y encuentra en la orquesta de Stuttgart un instrumento dúctil, eficaz y sugestivo a través del que expresar una visión ciertamente personal de la gran sinfonía número 5 de Mahler. También puede conducir al vacío, a una nada: ese fue el resultado del concierto de Ravel, programado de acuerdo a la creencia -discutible- de tener que ofrecer una obra como prólogo de otra tan amplia, densa y autónoma como la número 5, que ciertamente se basta y se sobra para justificar una velada en un auditorio.

¿Sonó realmente el concierto de Ravel en el Kursaal? Yo lo viví como un ejercicio de prestidigitación: estaba la orquesta, estaba el pianista, estaba el maestro y el tiempo transcurría y, abracadabra, al término del concierto todo había desaparecido como si jamás hubiera existido. Ningún sabor de boca, ninguna sensación, salvo el apreciar las posibilidades de la formación alemana caso de ser aplicada a otro tipo de empeño. Tzimon Barto pasó sin pena ni gloria por el Kursaal, (se) regaló una propina y aquí paz y después gloria, descanso y a comenzar literalmente de cero tras el intermedio. Reset.

La quinta de Mahler cuenta entre las más conocidas de su catálogo, y también ha producido una gran cantidad de grabaciones y literatura. La versión de Eschenbach fue desigual y heterodoxa, aunque en todo momento supo concitar sobre su manera de trabajar en el podio buena parte de la atención de la velada: todo comenzaba y acababa en su lironda nuca, era un portento de elasticidad y dinamismo, a un punto que haría falta la pluma de un Dickens para describir aquella danza. Su cuerpo era material plástico, aglutinando tanto el poder de dirigir la música como la expresión física de la misma: un eco. Bien, en mi opinión esto puede gustar o no, pero es su manera de dirigir, y si para levantar una buena interpretación tiene que girar el cuello más de noventa grados al punto de mirar hacia sus espaldas manteniendo firme el tórax, o tiene que balancearse como un esquife en Hornos, valga esa sobreexposición tan desusada, valga ese peaje de notoriedad por bien por la música. Se logró por momentos.

La SWR estuvo en todo momento en un plano de excelencia. Bien que no cuenta entre la élite de las orquestas alemanas, pero es una orquesta realmente grande. Eschenbach la exigió en todo momento, tanto en una visión algo peculiar de los tiempos como en un volumen de gran intensidad, muy efectista. La orquesta le devolvía todo lo que exigía, que no era poco, porque Eschenbach llevaba todo al límite. El primer movimiento era rotundamente trágico, enérgico hasta la grandilocuencia, al margen de cualquier escala humana de la muerte; un ejercicio de abstracción muy acentuado y de una brillantez tan indiscutible como superficial. El segundo movimiento también servía a los designios expositivos de Eschenbach, y su forma de dirigir alcanzó algunos momentos de auténtico clímax físico, de paroxismo, pero se pudo degustar la enorme elasticidad que posee este movimiento y su hálito asertivo gracias a la calidad de cada sección y cada músico, dentro siempre de un temporal de acentos y arrebatos. El Scherzo, como no podía ser de otra manera, no está tan expuesto a posibles veleidades, y fue canónico, irreprochable y en bastantes momentos literalmente maravilloso, dejando ver a un maestro más sólido que en el resto del programa, como sucedió en el movimiento final.

En su estilo, también el Adagietto resultó impresionante. Eschenbach necesito de unos diez minutos y medio para culminarlo, y ese tiempo es elocuente respecto del estilo. Si de esta sinfonía se han escrito y dicho muchas cosas, el Adagietto es una de las páginas más expuestas a interpretaciones y gustos de todo el vasto legado sinfónico de Mahler. Para enmarcar mis impresiones, pongo por delante que me fascina Rudolf Schwarz con sus siete minutos y medio, un caso quizá extremo de Adagietto en andante, pero también muchas versiones mucho más lentas. En manos de Eschenbach el Adagietto fue pausado, redondo y dulzón, como revestido por un barniz brillante bajo el cual se encuentran con certeza el tacto y el olor de la madera. Un cuerpo muy bello, pero sin olor: así fue este cuarto movimiento. En cuanto al quinto y último, dirigido también sin la más mínima economía de gestos, sonó excelente, y el maestro Eschenbach supo construirse con él uno de esos finales apabullantes y voluminosos que tanto gustan a los directores invitados, porque enardecen y ponen en franquicia la llegada ensordecedora de muchos y muy sonoros aplausos.