Larrauri

«Monje», de Pedro Larrauri. 1993 c. Plata y piedra pizarra. Propiedad del autor. Fotografía: @Abreymira

Pedro Larrauri nació en Mungia en 1967. Estudió diseño de joyas en la London School of Arts. Al regresar de Londres se afincó en Madrid. Le diagnosticaron SIDA en 1994. En 1995 la Sala Rekalde de Exposiciones, entonces dirigida por Javier González de Durana, le dedicó una exposición de cámara, la única que llegó a protagonizar, dentro de la serie «Procesos de trabajo / Lan egiteko prozesuak». Falleció un año después.

Conocí a Pedro Larrauri cuando era apenas un muchacho. Debía ser 1987, así que él tenía 19 años. Lo recuerdo porque yo acababa de estrenar carné de conducir y algunos sábados, cuando cuadraba, iba con mi coche junto a otros amigos a buscarle a la estación de llegada de los autobuses de Mungia. Cuando montaba en el coche y las calles de Bilbao comenzaban a sucederse ante él, abría la ventanilla y gritaba a pleno pulmón: «Bilbao, ¡aquí puedo ser gay!». Pedro era novio del hermano de un amigo. No le conocí mucho mas en aquella etapa. Poco después viajó a Londres y comenzó a estudiar diseño de joyas. Le perdí la pista.

En aquellos años la noche de Bilbao tenía una luz insuficiente, fría y lechosa. El SIDA planeaba sobre el ambiente gay como un jinete del apocalipsis, como una maldición bíblica, y algunas campañas de comunicación que trataban de frenar su avance lo representaban así, segando con capa y guadaña, o jugando a los bolos con la misma impedimenta. El SIDA lo determinaba todo y había sido virtualmente adscrito al mundo homosexual, a modo de enfermedad moral. Los cenáculos reaccionarios siempre se empeñan en teñir la enfermedad de moral y la ética de enfermedad. Los mismos que entonces hablaban de una peste rosa son los que ahora relacionan el derecho al aborto con la salud mental. Sólo han cambiado sus rostros.

Después Pedro y yo coincidimos en Madrid y tuvimos una buena y asidua amistad. Allí me regaló uno de los componentes de su serie de anillos monje, tan solemnes y fálicos y complejos como se aprecia en el escáner. Él regresó a Bilbao tras enfermar, yo tras abominar de los círculos artísticos y museísticos de Madrid. Y en Mungia, trabajando en una diminuta habitación con una perfección obsesiva propia de un viejo y acosado alquimista, Pedro se fue consumiendo hasta morir. Tenía 30 años.

Detesto aquella terrible enfermedad por él y por un puñado de amigos y conocidos, algunos de ellos artistas; y por cómo el mal introdujo enconadamente sus garras negras en los efímeros paraísos terrenales de toda una generación. Y he querido escribir sobre Pedro aquí, en este blog, para que los buscadores le encuentren si alguien le busca. Tantas cosas puede arrebatar el destino, ¿qué mejor para dejarlo atrás que recordar sus caprichosas consecuencias? Ayer un amigo me decía que quiere volcar a un joven conocido algo de la memoria de aquellos años en que todavía todo amanecía. Quizá este fragmento le sirva también. El puzzle es infinito.

 

©Joseba Lopezortega Aguirre, Bilbao, 2013 – http://wp.me/Pn6PL-3p