Basta con observar las cautelas y las tensiones que está viviendo la ponencia para la paz y la convivencia del Parlamento vasco para constatar que, contrariamente a lo que pudiera parecer si miramos un mapa, Euskadi es en realidad un archipiélago. Las provincias son islas, permanentemente antepuestas a los intereses generales; lo son las ideologías y los partidos, e islas son las maneras en que los ciudadanos viven y guardan memoria de las cosas. Pero todo esto no es tan extraño. En los muchos años en los que el concepto de globalidad se ha asentado hasta el extremo de parecer incuestionable, la realidad es que todo se ha ido fragmentando. Hemos madurado creyendo en la aldea global para constatar que bajo la tela de la bandera de la Unión no hay una única Europa, sino varias distintas en función de las visiones ideológicas, culturas, economías o coyunturas electorales de los distintos países. Hemos aprendido que disentimos en el significado de las palabras y las cosas, e incluso que un error en un lenguaje tan exacto e incontrovertible como el matemático puede suscitar errores de navegación en las aguas sin fondo de esta crisis plural y mayúscula. En nuestro archipiélago pequeño y fragmentado, los vascos no nos ponemos de acuerdo ni siquiera en qué definen exactamente palabras como víctima, perdón o convivencia, y sucede así con múltiples conceptos y valores. No debe ser fácil definirlos, porque el lenguaje engendra mil escondrijos y ofrece muchas irregularidades a las que anclarse: este es el espacio natural del juego político, por otra parte.

IBARROLA-ELCORREO

Ilustración para el artículo de José Ibarrola, edición impresa de El Correo

Miremos hacia Europa, hacia esa Europa cada día más agotada y cuestionada, pero más fértil y pacífica que nunca incluso en el contexto de una furiosa debacle económica, en la que ética y valores democráticos cuentan entre las primeras víctimas. Estamos a poco mas de un año de conmemorar el inicio de la primera guerra mundial, una guerra brutal cuyo recuerdo, sin embargo, va diluyéndose en el pasado. Ya no quedan sobre la tierra testigos vivos de aquella masacre que arrasó Europa llenándola de víctimas, cuando los campos bebían sangre joven, mellando las pirámides demográficas de las potencias enfrentadas con unas dentelladas que son claramente visibles y estremecedoras. Los camposantos franceses exponen monumentos fúnebres que explican el alcance abrumador de aquellas batallas. No hay pueblo que no tenga una larga lista de víctimas. Hay lugares pequeños en los que, al salir del cementerio, parece haber más vecinos listados en esas lápidas monumentales que vecinos vivos. Menos de cien años después, no hay fronteras entre aquellos estados beligerantes.

Van desapareciendo también los testigos de la Segunda Guerra Mundial. Apenas quedan criminales nazis a los que perseguir, sobre los que poder ejercer una justicia que no repara, pero que dulcifica los daños, y cuando surge alguno en las noticias es nonagenario. Me angustia que haya quedado por hacer tanta justicia: dos veces víctimas aquellas cuyos verdugos escaparon sin ser juzgados. Y terrible la impotencia de quienes ven cómo los causantes de sus males, los instrumentos insensibles e impíos del terror y la muerte, son liberados. Stalin juró, tras encerrar en Stalingrado al VI ejército alemán, que ni un solo soldado alemán regresaría vivo a Alemania. Corría el año 1943. Pero los alemanes, aunque terriblemente diezmados, regresaron a Alemania en 1956, tras la visita que un año antes realizó a la Unión Soviética el canciller Adenauer. Stalin sencillamente ya no gobernaba, porque había muerto unos años antes. Debió ser terrible para los ciudadanos rusos o ucranianos contemplar los trenes que llevaban a los soldados alemanes supervivientes de regreso a su país. Pero las madres alemanas besaban las manos de Adenauer a su regreso del viaje a Moscú, cuando supieron que volverían a abrazar a sus hijos. El dolor no sabe de bandos, quizá porque cada bando se cree siempre su único propietario legitimado.

La historia no para de girar para avanzar, a veces de manera caprichosa y como a trompicones, y en ese avance el perdón juega casi siempre el papel de un arma poderosa: por eso es tan delicado utilizarlo y tan sabio dosificarlo. No hablo del perdón en el sentido cristiano, sino en su vertiente política: la acepción que logra y explica que los dirigentes de todas las potencias involucradas en la gran guerra la recuerden juntos en una playa de Normandía, o en cualquiera de los silenciosos santuarios conmemorativos que la guerra sembró por casi todo el continente. Siempre hay que trabajar para superar la historia, y en ese trabajo de superación pesan mucho los gestos y los símbolos. El recuerdo de la guerra se aleja de Europa no sólo porque el tiempo pasa, sino porque vencedores y vencidos están de acuerdo en torno a la idea y la necesidad de la superación, y porque los proyectos comunes, vencida la violencia, sólo se construyen evolucionando de la paz a la concordia. En la paz puede haber excluidos, pero en la concordia –y en la convivencia- sólo pueden caber todos. Quienes en cualquier época y circunstancia se empeñan en no entender esto y se adhieren al inmovilismo, desde cualquier orilla, deben plantearse durante cuánto tiempo tendrá vigor su obstinación, aferrados a planteamientos taxativos y pétreos en la defensa de unos intereses que, o ya han dejado, o pronto van a dejar de beneficiar al conjunto de una sociedad avanzada y firmemente decidida a vivir y navegar sin encerrarse en no importa qué islas.

Publicado en El Correo, 13 de mayo de 2013

©Joseba Lopezortega Aguirre, Bilbao, 2013 – http://wp.me/Pn6PL-3p