Publicado en Mundoclasico el 11 de octubre de 2018

Ramón Lazkano. Foto: ©Olivier Roller

Joseba Lopezortega / 

Bilbao, viernes, 28 de septiembre de 2018. Euskalduna Jauregia. Webern: Passacaglia. Ramón Lazkano: Hilarriak. Sibelius: Sinfonía número 2. Orquesta Sinfónica de Euskadi. Director: Robert Treviño. Aforo: 2.164. Ocupación: 80%.

Magnífica la interpretación que la sinfónica vasca hizo de Hilarriak, una composición espléndida de Ramón Lazkano para arrancar una nueva temporada con Treviño en la titularidad de la orquesta. Qué obra: densa y sin embargo leve, cuajada de ritmos y colores, y sin embargo permanentemente velada por evocaciones fúnebres. Una de esas partituras que llenan de sentido por sí solas un programa de concierto, un ideario de una orquesta nacional y un cometido para el público: nadie dijo que escuchar música sea una tarea sencilla ni cómoda, al contrario, requiere de una participación constructiva, es un ejercicio consciente y exigente al que Lazkano convoca con fuerza y sutileza. Excelente la orquesta, sección por sección, y emocionante Treviño al lanzar sobre las butacas un reto y una apuesta. El reto, atraer sin concesiones al terreno menos burgués y pasivo de la escucha musical, en el que Lazkano sitúa Hilarriak; creer en el público, paso previo a resultar victorioso y poder enarbolar la partitura -y casi al propio compositor, qué vigor el de este hombre- bajo el aplauso de una sala que registraba una buena entrada y que comprobó, a lo largo de la tarde, que es posible elevar la temperatura de una temporada desde el primer programa. La apuesta es, precisamente, mantener viva y en lo alto tal temperatura a lo largo de todo el curso musical.

Antes de Hilarriak se había interpretado el Passacaglia de Anton Webern. Fue una versión consistente, pero sucede que el interés de la obra (me) resulta bastante relativo. Tras el intermedio, con el auditorio notablemente caldeado, llegó el turno de la Segunda de Sibelius.

Orquesta y maestro se entregaron, sin duda. Versión fiera, muy potente, muy en la línea del maestro, y quizá por ello para mi gusto, y en este caso, algo saturada de brillo y volumen. Era un Sibelius desatado, fornido, luminoso, y tuvo por ello la virtud de encandilar, pero no de seducir. Fue más una exhibición de lo que la OSE puede dar de sí con su brillante director que una propuesta sinfónica aquilatada, pero qué quieren: mejor una manifestación impetuosa que una soflama. Así, tras un Vivacissimo de una velocidad deslumbrante, el Finale fue literalmente ensordecedor, potentísimo, resultando que el público aplaudió con largueza. Un comienzo en lo alto para la temporada, no hay duda.