Agustín Sagastume y Clotilde Fernández con sus hijos. Arriba en el centro Luisa, la primera en viajar a Buenos Aires. Arriba a la izquierda Antxo, y abajo a la derecha Lolita. Entre sus padres, Marcial. Foto de Clotilde Aguirre.

 

Publicado en DEIA el 18 de marzo de 2017

 

Hernani, Gipuzkoa

Puedo mirar hacia atrás y recordar vagamente el Hernani de hace casi cincuenta años, tan distinto al de ahora. Recuerdo sus calles, sus casas y sus apagados colores, el mercadillo donde se compraban queso y verduras, los juegos en Plaza Berri. Y recuerdo mirar mucho hacia Santa Bárbara: un monte bajo, de 170 metros, que devoraba tenazmente una cantera cuyas explosiones retumbaban de cuando en cuando. Y en la cima del monte el motivo de aquella vaga fascinación, el fuerte de piedra de las Guerras Carlistas: apenas visible pero dominante, temible en la imaginación infantil aunque ya tiempo atrás impotente e inofensivo. Su presencia allí era un recordatorio, una vaga evocación de la sangre y el fuego que hacía poco tiempo habían asolado aquellas tierras, abriendo heridas profundas y duraderas. Desde allí arriba se dominaba todo el pueblo: las calles arracimadas en torno a la parroquia y los barrios, las industrias y las papeleras, todo ello escoltando la orilla del curso del Urumea. En la infancia tanto daba si el mundo entero terminaba en los límites de aquella vista, tanto daba si todo se reducía a aquella extensión abarcada desde el viejo monte artillado, a aquellas campas y calles y a las chimeneas de las industrias y las papeleras del valle. Incluso los ancianos parecían eternos.

Unos cincuenta años antes Hernani, con unos 6.000 habitantes, ya poseía los mismos elementos esenciales para perdurar en cualquier memoria: gentes, calles, industrias, el río… y, al igual que valían por todo un mundo para una visión infantil, aquel pueblo y aquel valle recordaban a mentes más inquietas y maduras que el mundo no sólo no acababa más allá de esos límites, sino que quizá comenzaba una vez fuera de ellos. Lo que se conoce desde siempre equivale a una clausura, y escapar de ella es la única opción para crecer y ser libre. Esta visión, esta idea inquietante anidaba en Luisa Sagastume, la mayor de seis hermanos hernaniarras. Dotada de inteligencia, iniciativa y valentía, Luisa con poco más de 20 años había estudiado protésico dental mientras servía en una casa. Encorsetada en aquella vida, encerrada en las convenciones y el clima social de su lugar y época, Luisa necesitaba otros espacios y comunicó a sus padres su decisión de marchar a servir a Madrid. Se puede conjeturar el desasosiego y la alarma que esa idea hubo de provocar en unos padres que estaban amoldados a vivir en la previsibilidad del valle. Madrid era otro mundo: se acercaba al millón de habitantes, estaba lejos y deficientemente comunicado y ella era una muchacha. Luisa se impuso a cualquier hipotética objeción y se marchó de Hernani.

 

Buenos Aires, Argentina

Había sido reservada y cuidadosa, pero ya en su primera carta al hogar familiar desveló que no estaba en Madrid, sino en Buenos Aires, un destino que en los años 1920 todavía atraía y acogía a grandes contingentes de migrantes, sobre todo italianos y españoles. También a vascos. Ciudad tradicionalmente abierta, ya cercana a los dos millones de habitantes, Buenos Aires era una tierra de oportunidades a la que Luisa llevó paulatinamente a dos hermanas más, llamadas Antxo y Lolita; y a las tres se sumó algo más tarde el único hijo varón de la familia, Marcial, de modo que cuatro de los seis hijos de Agustín Sagastume y Clotilde Fernández no verían a sus descendientes corretear por La Florida, el barrio familiar de Hernani, sino por las calles del gran Buenos Aires. Habituada a acoger oleadas de millares de inmigrantes, sobre todo en la segunda mitad del siglo XIX, la capital austral era un crisol de etnias, religiones y culturas, muchas de ellas fuertemente organizadas y activas en la acogida de connacionales y en la preservación de sus culturas de origen dentro de la vertiginosa amalgama porteña. Laurak Bat, decano de los centros vascos en el mundo, cumplía con esa doble función desde su fundación en 1877, en pleno crecimiento de una ciudad que estaba pasando de tener 177.797 habitantes en 1869 a tener 663.854 en 1895, y que en los siguientes veinte años volvería a triplicar su población. En ese contexto de vertiginoso crecimiento, la entonces fuerista Laurak Bat establecía como su principal objetivo fundacional la beneficencia y la ayuda a los inmigrantes, junto a un abanico de objetivos de carácter cultural.

Esa es la gran urbe a la que irán llegando en unos pocos años las tres hermanas Sagastume y posteriormente el joven Marcial. En aquel contexto, la intensidad del arraigo vasco iba a depender en gran medida de la fortaleza de los lazos familiares entre ambas orillas y de la evolución de sus vidas en Argentina. Las tres mujeres se desposaron y tuvieron descendencia, y Laurak Bat ejerció y en alguna medida continúa ejerciendo un papel aglutinador en torno a las raíces vascas de esas familias, aunque con distinta intensidad. Luisa se casó con un buzo alemán del puerto de Buenos Aires, apellidado Schonwies; Antxo lo hizo con un hombre apellidado Ordóñez; sólo en el caso de la joven Lolita su esposo resultó ser vasco, un nacionalista natural de Urdaibai llamado José Anitua y ya vinculado al Laurak Bat antes de conocerse. Este hecho determinó una relación familiar muy intensa de esta pareja con la institución y con la propia Euskadi, relación que siguen manteniendo sus descendientes.

 

Laurak Bat

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Placa de Laurak Bat en el retoño del árbol de Gernika junto al monumento a Juan de Garay, en la fachada norte de la Casa Rosada. Foto del autor.

 

Todo es memoria y solemnidad en las nobles dependencias de la sede del centro vasco de Belgrano, 1144: sus escaleras de madera, su biblioteca, sus símbolos, la forma en que cada detalle se manifiesta como un triunfo de la perseverancia en la defensa de una identidad vasca que poco a poco habría de cobrar importancia en la vida del centro; en el frontón, una pequeña placa que dice “Plaza Euskara” y que oficializó el nombre de una plaza de la ciudad desde su inauguración en 1882 hasta su venta en torno a 1890, venta que permitió la adquisición de la primera sede en propiedad de la sociedad, activa entre 1904 y 1937. En aquella primera sede se celebraron viejos e intensos debates entre distintas facciones ideológicas en torno al ideario nacionalista, y fue quedando atrás el marchamo fuerista, contexto en el que cabe entender la placa que Laurak Bat puso en 1919 en el monumento al fundador de la ciudad, el vizcaíno Juan de Garay. De nuevo en la actual sede de Laurak Bat, inaugurada en 1939, parecen escucharse con fuerza los pasos urgidos del exilio en la década de 1940, cuando la agitación nacionalista y antifranquista empujó a un momento álgido en la historia de la institución, con más de 1.000 socios; y en todas esas dependencias y en toda esa memoria huele un poco a polvo y mucho a cera, dos olores nobles e inevitables para un gran emblema histórico, cultural y político de la diáspora vasca.

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Fachada principal de la primera sede en propiedad, sede activa entre 1904 y 1937. Foto extraída del libro “Historia del Laurak Bat de Buenos Aires”, de Mikel Ezkerro.
Derecha: Fachada actual de Laurak Bat, en la calle Belgrano junto a avenida 9 de Julio desde 1939. Foto sin data.

 

En Laurak Bat hay otros olores, otros espacios y otros emblemas. Hay un restaurante en cuyo centro crece un retoño del árbol de Gernika que, protegido por un acristalamiento, escapa hacia la luz por un vano en el tejado, y hay zonas de esparcimiento y rincones con vocación de permanecer secretos, y hay un quincho para los asados en la planta alta, y en esos espacios escribieron y escriben una parte de sus vidas muchos descendientes de vascos, varias generaciones ya desde los grandes y cada vez más lejanos movimientos migratorios. Como a tantos otros antes, Belgrano 1144 vio envejecer e irse a la tía Lolita, vio crecer a sus hijos y nietos y ahora acoge paciente los juegos de sus biznietos. Es el Laurak Bat que no se ve, pues pertenece al territorio invisible de las vivencias. En la “Historia del Laurak Bat de Buenos Aires”, de Mikel Ezkerro (Servicio Central de Publicaciones del Gobierno Vasco, Vitoria-Gasteiz 2003), se puede leer una extensa reseña acerca de destacados socios y socias del centro, y los fragmentos de sus vidas que se narran son muy interesantes e ilustrativos. En conjunto explican que la existencia de la institución es un fruto colectivo de muchos compromisos, y uno por uno transmiten que esos compromisos han sido profundos y vitales en no pocos casos. También ponen de relieve que la lucha contra las dificultades y los contextos adversos puede suponer un impulso vigorizante y cohesionador para las entidades que, como el Laurak Bat, perseveran en sus ideales y objetivos por encima de las coyunturas.

Laurak Bat ejerce una extraña fascinación cuando se visita por vez primera, porque su trayectoria histórica se trasluce inmediatamente como suma y resultado de centenares de voluntades y aportes personales. Es la antítesis de un viejo fuerte artillado, pues su objeto es acoger y facilitar un modo de sentir la vida. Es emocionante y en buena medida asombroso pensar que en una calle céntrica de una aglomeración de catorce millones de habitantes y a más de 10.000 km de la pequeña metrópoli vasca se haya aglutinado ininterrumpidamente la tenacidad necesaria para mantener vivos, por 140 años, algunos rasgos vascos tan esenciales como el euskera y algunas tradiciones tan arraigadas como las danzas, el canto coral, la pelota vasca, el gusto por la gastronomía o el popular mus.

La actual presidenta de Laurak Bat, Arantxa Anitua, es precisamente nieta de los mencionados José Anitua y Lolita Sagastume, nieta por tanto de migrantes económicos anteriores al exilio político, a quienes Argentina supo recibir y dar oportunidades. Desde la institución, la presidenta colabora en iniciativas como “Buenos Aires celebra al País Vasco”, una multitudinaria fiesta anual que reúne en el centro de la capital a asociaciones, euskal etxeak y distintas entidades y delegaciones vascas, y que tiene como principal fruto dar visibilidad a la identidad vasca de una forma abierta y pública a través de danzas y otro tipo de exhibiciones y actividades. El papel del Laurak Bat se reformula, acompasándose con los tiempos. Pero por detrás y por debajo de cualquier manifestación pública subyace la fuerza de una cultura y una identidad pequeña, diferenciada y resistente, viva todavía en los hogares de muchos descendientes de aquellos emigrados vascos. Laurak Bat siempre supo trabajar en la defensa y preservación de esa identidad y, lo que es más importante, también supo colaborar activamente en la construcción de su definición activa, no sólo preservando sino aportando: no es un fenómeno periférico, sino esencial. Merece por ello admiración y agradecimiento, y una efusiva felicitación en su 140º aniversario.