Crítica publicada en Mundoclásico el 23 de julio de 2015
Gustav Mahler: Sinfonía nº 9 en Re mayor. Budapest Festival Orchestra. Iván Fischer, director. Hein Dekker, productor. Hein Dekker y Jared Sacks, ingenieros de sonido y masterización. Un disco compacto de 75,55 minutos de duración, grabado en el Palacio de las Artes, Budapest, Hungría, en 2015. Channel Classics Records, CCSSA36115.
En el texto de presentación para el estreno de su reconstrucción de la inacabada Sinfonía nº 10 de Mahler, Deryck Cooke escribía que este último trabajo demostraba que una gran serenidad de espíritu había terminado por imponerse en la vida del compositor tras una larga lucha. Estas palabras realmente ni significan ni aportan nada sustancial. Podrían servir sin dificultad a muchas obras del repertorio y muchos compositores anteriores, tanto como se avienen a las obras inmediatamente anteriores del propio Mahler, las compuestas a partir de 1908 (Das Lied von der Erde y la Sinfonía nº 9), pero también a la práctica totalidad de su trabajo anterior. Siempre hay lucha y siempre hay calma en las composiciones de Mahler, recorridas de principio a fin por una asombrosa vitalidad y una capacidad notable para sobreponerse a las dificultades y expresar el modo en que él entendía el hecho de vivir: no su propia vida, sino la vida.
Parte de la carga melodramática que envuelve los últimos años y las últimas composiciones de Mahler tiene que ver con los recuerdos de su esposa Alma, empeñada en engrandecer la vida de su esposo en términos trascendentales, y a menudo capciosos y superficiales. Para Alma, la obra de Mahler está llena de presagios, de tristes y certeros presagios con los que trata de dibujar una personalidad de perspicacia e inteligencia casi sobrenaturales –digna por tanto de amarle a ella; probablemente esta perspectiva se agudizó por una comprensión incorrecta e interesada del encuentro de su esposo con Freud en la primavera de 1910–. Es verdad que las composiciones de Mahler aguantan firmes cuanta literatura queramos arrojar sobre ellas, máxime a la luz de sucesos biográficos e históricos posteriormente acaecidos. Así, podemos pensar que en la Sinfonía número 9 presagió su propia muerte, o que en ella vislumbró la desolación y la ruina moral que acarrearía el siglo XX (como al parecer sostiene el propio Fischer), o que ya presentía la muerte de su adorada hija María cuando componía los Kindertotenlieder, estrenados dos años y medio antes del deceso. Pero en los inicios del siglo XX la esperanza de vida de cualquier europeo afortunado alcanzaba entre los cincuenta y los sesenta años y la mortandad infantil era tan alta como cotidiana y temida.
Por encima de su obra entendida como presagio, una vía de abordaje esforzadamente romántica y ñoña, se impone la realidad simple y cruda de su vida y su obra. Cuando Mahler componía su Sinfonía nº 9 no presagiaba su propia muerte ni luchaba enconadamente para encontrar la serenidad de espíritu y la alegría de vivir y trabajar que siempre le habían caracterizado, y que son patentes en Das Lied von der Erde y desde luego en los dos movimientos centrales de la Novena –esenciales en la versión de Fischer–. Mahler vivía y se sentía cargado de planes y energía, y también había alcanzado un grado avanzado de serenidad, conocimiento y calma: la muerte era por fin una certidumbre, aunque no fuera algo inminente, y no sólo el inagotable material de disquisición intelectual y de creación musical que él había empleado desde su juventud. Había en Mahler capacidad para revisar su vida y expresarla en música, pero no en términos autobiográficos, sino en clave de valor universal, de ineludible interrogación y descreimiento, de rabia y revisión y también de calma y lúcida aceptación. Que alguien posea esos sentimientos y trabaje con ellos no es excepcional, lo excepcional es el modo de hacerlo.
Fischer expresa las riquezas que atesora la nº 9 gracias a una producción exquisita y con la complicidad de su magnífica Budapest Festival Orchestra, cuya calidad simplemente deslumbra. Desde su reciente creación en 1983, y ya como orquesta estable casi una década más tarde, la BFO se ha establecido como una orquesta de referencia de la mano del maestro húngaro, con un sonido sumamente elaborado y equilibrado y una deliciosa ductilidad. Ese deslumbrante y envidiable progreso en poco más de veinte años es insólito y crea una simbiosis entre maestro y orquesta que permite indagar de forma extremadamente matizada en la compleja partitura mahleriana. La versión de Fischer es ante todo amable y no aborda un monumento musical trascendente, sino música de una belleza cotidiana, accesible y crepuscular. Resulta simple en su naturalidad y desenvolvimiento, carece de desgarro y en cambio ofrece altas dosis de sosiego: muy mahleriana, pero no superficialmente mahleriana.
Globalmente Fischer ha trabajado unos tiempos rápidos, cerca de Walter o Barbirolli (también comparte con la grabación de Barbirolli con la Filarmónica de Berlín que despoja la obra de deslumbramientos dramáticos, dejando en cambio los necesarios reflejos). Resulta esclarecedor que Fischer ofrezca el Adagio en algo menos de 23 minutos, cuando existen nobles versiones de este movimiento que sobrepasan los 30. Bruno Walter, quien estrenara la obra en 1912, es decir inmediatamente tras la muerte del compositor, registró el Adagio en 1938 con la Filarmónica de Viena en 18:30, y en 21 minutos con la Columbia Symphony Orchestra en 1961. Bernstein hizo el Adagio en 30 minutos con la Filarmónica de Israel. Recapitulando: entre 18:30 y 30 hay 11:30 minutos de diferencia. Esos minutos no sólo expresan una pasmosa laxitud partiendo del mismo concepto, sehr langsam, sino también y sobre todo una forma distinta de entender y dirigir la sinfonía y de expresar al compositor bohemio. Estamos ante una amplitud extraordinaria, como sólo puede soportar un movimiento de una elasticidad y calidad sobrecogedoras. Entre las versiones recientes notables, Chailly pasa de los 28 minutos y Tilson Thomas los roza.
Para Fischer el Adagio es trágico, pero no heroicamente trágico, sino dentro de una escala sucintamente humana. La muerte no es la sombra que se cierne ávida e imperial sobre la existencia, sino su simple consecuencia natural. Hay mucho de aceptación y recapitulación en el Adagio de Fischer. El movimiento resulta íntimo, pacífico e incluso cálido, porque la vida y la lucha van quedando atrás, y la mirada ya es dulce. No se escucha un sentimental intento de narrar cuánto va a quedar pendiente, no se interroga a la agonía ni se sitúa en la muerte una arrebatada eme mayúscula, sino que se alumbra una entrega voluntaria y calmada: la muerte es algo familiar. Lo trágico está, pero afecta a las personas, y no al cosmos. El Adagio, y en realidad el conjunto de la sinfonía, es antitético respecto a las versiones de Karajan con BPO en 1982, tenida como canónica, o a las distintas grabaciones de Bernstein, o a la grabación de Tilson Thomas con San Francisco. Es cauta y personalísima, y más cercana a Walter que a los tiempos que parecen correr.
Orquesta y maestro están magistrales en los dos movimientos centrales, el Ländler y el Rondó. Las maderas sobresalen, las trompas fascinan, los valses deslumbran y la vida asoma con todas sus contradicciones, sus juegos y danzas y sus sombras y escondrijos vitales. Desde el punto de vista discursivo, Fischer sitúa a Mahler en plenitud en ambos movimientos, lleno de fortaleza y ansia, vigoroso y confiado, aunque en modo alguno en un plano asertivo, sino en un equilibrio respetuoso y abierto al trabajo que pueda desempeñar cada oyente al escuchar su música. No existen el dogma o el discurso, sino los caminos despejados y la libertad para recorrerlos. La consistencia que estos movimientos centrales aportan a la sinfonía equilibra y cose sus extremos. Si en el Adagio Fischer escoge la serenidad, en el Andante inicial parece visitar el Allegro y el Andante moderato de la Sexta, pero para renunciar a los viejos sueños y a las expectativas. Es un canto a un mundo viejo, que ha quedado atrás, con una fuerte componente de ruptura pero carente de ira. Fischer trabaja perfectamente pausas, contrastes y dinámicas, vaciando de certidumbre el pasado. Sobre esa duda emergerá la vida, una experiencia que sólo se debe abordar con imprescindible ironía, y tras ella llegará –más tarde, siempre más tarde– el inevitable final. El programa parece tan sencillo como lúcido. Fischer hace del respeto al compositor su bandera, y muestra a un compositor maduro y sabio. Al hacerlo él también se sitúa en un plano de sobresaliente inteligencia y, hay que decirlo, de notable coherencia. Su próxima cita con Mahler en forma de grabación será con la nº 7, y las expectativas sólo pueden ser altas.