Despertar, ducharse y afeitarse de forma meticulosa. Fijar la mirada en el espejo, llevar las manos al cabello y ahuecarlo y moldearlo, observándose. Los ojos que aprecian cada matiz de la propia mirada y siguen cada paso preciso de los dedos moldeando la perfecta melena son acerados, fríos, calculadores. La mirada es la misma con la que un guepardo observaría un grupo de débiles gacelas antes de iniciar su mortífera y espléndida carrera y el contexto, el terrible contexto, el periodo en el que Alemania se convirtió probablemente en el Estado más violento y depredador que haya conocido Europa Occidental en siglos; una sabana a la medida de los grandes felinos. Herbert von Karajan lo fue, y encontró en aquellos años de espacios vitales y oportunidades usurpados y/o construidos a golpe de culata y gas un lugar idóneo en el que cazar e imponer su supremacía portentosa, casi animal, sobre los podios. Mi óptica hacia ese joven Karajan es equiparable, por tanto, a la de Leni Riefensthal en su etapa africana sobre los guerreros Nuba.
Es verdad que la Segunda Guerra Mundial empujó al exilio a muchos maestros, músicos y compositores centroeuropeos y, cómo no, judíos. Pero aquella forzosa transfusión de talento no hizo sino profundizar la importancia relativa de Estados Unidos en la producción de música, que era muy anterior. El joven Karajan no eligió el camino del exilio, como tantos de sus colegas. Tampoco lo eligió Furtwaengler, pero la diferencia entre ambos es abismal: Furtwaengler ya estaba en lo más alto de la escala y creyó que podría permanecer allí sin mezclarse con la turba, horrorizado y sobre la inundación, ejerciendo quizá un papel (¿valioso?) como referente sólido y estable de la Alemania culta y tradicional en aquel contexto de asesina revolución que protagonizaba la mayoría de sus compatriotas. Mientras tanto, Karajan interpretó la situación como perfecta para sus intereses, y de forma consciente pasó a estrechar vínculos con el partido nazi, sumando su ambición y notoria absoluta falta de escrúpulos a un descomunal talento.
Terminada la guerra, Karajan logró resituarse y trabajar en un plazo asombroso y con agilidad felina, en la línea de Albert Speer aunque a otra escala (y de forma también incomprensible). Hace poco me recordaba una amiga que le llamaban «el zorro plateado», por sus cabellos entrecanos, pero cabría contraponer que Karajan fue mucho mas un felino grande que un cánido pequeño. Para entender su rápida rehabilitación hay que valorar su calidad objetiva, pero también hay que reflexionar sobre la clara impronta que poseía el accionariado del mas importante sello discográfico del S. XX: Deutsche Grammophon, del que Karajan fue buque insignia durante décadas, al frente de la Filarmónica de Berlín. Karajan siempre tuvo detrás la industria y el capital. Y bien, este tándem, Karajan y Filarmónica, se instituyó pronto como una de las mas importantes embajadas culturales de una Alemania Federal que precisaba emitir señales de cultura y paz: adiós Goebbels, hola Schiller. Esa era la consigna y el gran maestro salzburgués la propagaba con la misma calidad y empeño que cuando dirigía en los conciertos de cumpleaños de Adolf Hitler.
Los años cincuenta del S. XX fueron los de la Guerra Fría. Este concepto, brillante desde una perspectiva historiográfica, es extrapolable a la industria musical, pero cambiando los referentes geográficos. Los contendientes fueron Alemania Federal y Estados Unidos, y los principales adalides Karajan por parte europea y un judío, Leonard Bernstein, por parte estadounidense. Bernstein sencillamente heredó la tradición de exponer la música clásica y la cultura a la iconografía mediática moderna, mientras que Karajan debía trabajar a la vez para restituir Alemania como potencia musical y para emitir señales mercadotécnicas potentes y sólidas desde Europa. En Karajan confluyeron por tanto varias influencias, tres de modo sobresaliente: la tradición centroeuropea de grandes maestros; la apertura hacia la electrónica y la tecnología, al modo de Bruno Maderna o Boulez o tantos europeos acrisolados en torno a entes como IRCAM; la necesidad de generar imagen sobre la que soportar una industria sólida, con Bernstein en gran maestro de ceremonias en Estados Unidos. En cada uno de estos terrenos sobresalió de forma extraordinaria, de modo que observar fotos del salzburgués es comprender la enorme potencia de la industria que lo empujaba.
Hay una gran cantidad de fotografías de Karajan accesibles en internet, y se encuentran anécdotas sobre la gran importancia que tenía para él ser retratado y bien retratado. Él puso su carácter y su estampa al servicio de Narciso, y Narciso amó a Eco, que es la parte del mito Karajan construida por las discográficas y su gran aparato de relaciones públicas. He elegido para el blog este singular y elaborado retrato de Erich Lessing, de la agencia Magnum. Debe fecharse en torno a 1957/1960, cuando Lessing comenzó a trabajar para Life. Hay en la fotografía mucho de coreografía urbana, remitiendo al musical «West Side Story», que estaba arrasando en Brodway con música de Bernstein. Yo creo que ambos maestros, consumados especialistas en el salón y el espejo, debían mirarse mucho de reojo. Fueron dandis, brillantes, hermosos y apasionados por su imagen, y representan el último eslabón decisivo en la construcción de los estereotipos industriales vinculados a la dirección orquestal que hoy siguen dominando en un entorno de marcas, campañas promocionales y excepcionales registros sonoros que ellos contribuyeron a edificar. La música clásica ya no era tan clásica, y las consecuencias de este giro (¿copernicano?) continúan sintiéndose hoy en día.
©Joseba Lopezortega Aguirre, Bilbao, 2013 – http://wp.me/Pn6PL-3p