Wilhelm Furtwaengler
Trude Fleischmann retrató a Furtwaengler en varias ocasiones, entre 1923 y 1930. Los dos primeros retratos que muestro, realizados con dos años de intervalo, son inquietantemente similares: el gran maestro berlinés mira hacia su derecha, y parece asumir con fría disciplina que debe ser retratado. En el tercero, cinco años posterior, Furtwaengler ya mira al frente. Es como si Fleischmann, una prestigiosa retratista -que en 1938 tras la anexión de Austria se exilió, cómo no, a Nueva York, donde retrató a Toscanini-, hubiera ido convenciendo lentamente al maestro para que mirara frontalmente a la cámara. Venciendo recelos. Trasladando una carga pesada, un director-esfinge, del viejo mundo de Beethoven al S. XX. Así era Furtwaengler: aristocrático, distante, preciso, consciente de pertenecer por derecho de cuna a una élite económica y cultural. Muy poco natural y dominado por un asfixiante sentido del compromiso y el deber. El retrato central de los tres de Fleischmann que muestro parece, de tan retocado, un óleo que se ha equivocado de soporte. Escaso margen al error, nulo margen a la improvisación. Pero la propia Fleischmann era conservadora y, si bien es cierto que los retratos expresan al maestro, evidencian también un estilo retratístico concreto. Una forma de acercarse y observar. Una lectura.
Furtwaengler es el arquetipo del director centroeuropeo, y parte de su excelencia y de su fama se debe a su patente anacronismo: un vestigio decimonónico de una calidad impresionante, vivo y plenamente activo, trasplantado de siglo sin deterioro. Furtwaengler concebía la música, y probablemente todo, de acuerdo a profundos valores heredados, a convicciones: su Primera de Brahms al frente de la Filarmónica de Berlin, maravillosa hasta lo inimaginable, no expresa a Beethoven para trazar su superación, su respetuoso abandono deudor por parte de Brahms, sino que Brahms es borrado en beneficio de su antecesor. Tercer y cuarto movimientos son Beethoven, cuando debieran ser Brahms. Eso es Furtwaengler precisamente: alguien permanentemente anclado, prejuicioso, noble, recto, ello en un mundo que se hacía flotante, libre, villano y oportunista.
Entrando de lleno en la vis metafórica que me gustaría trazar en estos textos, en términos de construcción de imagen a Furtwaengler sólo le cabía el camino de la calvicie, aunque no llegó a lucir una calva plena. Incluso ante el espejo hubo de sentirse en un estado de permanente perplejidad, el mismo que se expresa en la pregunta que hizo a Rafael Kubelik tras escucharle dirigiendo una Quinta de Mahler: «But is it really worth all the effort?» (Pero, ¿vale realmente la pena tanto esfuerzo?). Demasiado inteligente y culto para incorporarse al movimiento nazi, intelectualmente microbiano y despreciable para una inteligencia alemana cultivada, Furtwaengler fue sin embargo suficientemente tradicional y obcecado como para no abandonar Alemania en ninguna fase de la guerra. Esa posición vital, mecánica y refleja en alguien como él, está en el origen de la controversia que le acompañó y todavía acompaña, al haber permanecido activo en la Alemania nazi. No sólo en su falta de naturalidad ante la cámara, también en su percepción de la patria como compromiso inexorable era un hombre anterior a su propio tiempo, o al menos moldeado a la antigua usanza; acaso el último de los grandes maestros de la Vieja Europa. Pero también estuvo abierto y fue sensible a las creaciones de algunos de sus contemporáneos, cuyas obras interpretó y dejó grabadas.
Leopold Stokowski
Stokowski siempre buscó los focos y la popularidad. Se percibía a si mismo como un sujeto mediático, e intuyó que la música culta debía acometer un esfuerzo intenso para desbordar las salas de conciertos y llegar a las masas. Para él ese objetivo pasaba por una interpretación libre (y manipuladora) del repertorio, un uso refinado del olfato para las oportunidades y una mentalidad radicalmente abierta y moderna. Si Furtwaengler fue el arquetipo de director aristocrático, Stokowski lo fue del director estrella, del sujeto creador y desprejuiciado que busca y atrae las cámaras y las miradas de los aficionados y del gran público mientras moldea maravillosamente el sonido de una gran orquesta y estudia e investiga los procesos y tecnologías del registro sonoro, mejorando su calidad hasta niveles por entonces inalcanzados. Un todo terreno. Furtwaengler miraba la calle a través de los cristales de un mirador, mientras en la calle estaba Stokowski estrechando la mano a los transeuntes y vendiendo cristales.
Stokowski es el maestro temible, de aspecto imponente, que desciende del Olimpo para estrechar la mano del ratón Mickey en «Fantasía» y entregarle un regalo maravilloso, la Música: un Prometeo. ¿Por qué él? Para una abrumadora mayoría, Stokowski resultaba mas fácil de aceptar y entender como representante de algo tan raro, minoritario y alejado como la música clásica que un director de apariencia cotidiana, como por ejemplo Fritz Reiner, con su aspecto de impecable mayordomo de mansión rica de Illinois, o un calvo (glorioso) como Dimitri Mitropoulos, que podía pasar por vendedor de automóviles, o incluso un Bernstein, de cabellera aristocráticamente arreglada incluso al despeinarse, un don que ha heredado Michael Tilson Thomas (otro escapado de las exclusivas fiestas del gran Gatsby). Stokowski contribuyó a afianzar la profesión de director de orquesta en la categoría de las celebridades, y fijó la imagen del maestro como algo decididamente exótico. Con la incomparable capacidad del dibujo animado para definir valores reales a través de situaciones imaginarias, la conversión de Bugs Bunny en Leopold Stokowski en el corto animado «Long haired hare», un juego de palabras relativo precisamente al cabello de Stokowski (un «melenudo»), muestra buena parte de los tópicos que acompañan a la música clásica entre los no aficionados: Bugs/Leopold es recibido por los músicos con una mezcla de termor y veneración, otra vez como un héroe griego; quiebra la batuta con desprecio antes de dirigir (Stokowski no la usaba) y la tira al suelo, como parte de su show, de su escenificación; es caprichoso, exigente y narcisista; y, finalmente, maltrata y desprecia a los cantantes, como tantos maestros.
Stokowski fue construyendo su poderoso icono gradualmente, y llegó a cultivar cuidadosamente su propia mitología, por ejemplo sembrando dudas sobre su verdadero año y lugar de nacimiento. Cuando llegó a Estados Unidos, a la orquesta de Cincinatti, Ohio, era un joven de 28 años. En 1912, con 30 años, dirigía a la Orquesta de Filadelfia, con la que trabajó un cuarto de siglo. Orquesta y maestro presentaron por vez primera la Octava de Mahler al público norteamericano en 1916 (Stokowski había asistido al estreno absoluto en Munich en 1910), e interpretaron en Estados Unidos estrenos mundiales de Elgar, Rachmaninov, Ives o Schoenberg. No sólo un showman.
George Grantham Bain, fotógrafo asentado en Nueva York, pionero de las agencias internacionales de fotografía, retrató al joven Stokowski en varias ocasiones. En el retrato que mostramos abajo el joven maestro mira a la cámara fíjamente, con estudiada desenvoltura. Lleva un costoso abrigo con cuellos de piel y sostiene un espléndido sombrero de fieltro, probablemente gris, con una cinta oscura. Su pelo, alborotado, pronto será modelado para ser la clave de bóveda de su imagen pública. Hay que decir, entre paréntesis, que la fotografía de los años treinta captaba maravillosamente la enorme calidad de los matices del blanco y negro.
Con el paso del tiempo, Stokowski se instituyó como el más famoso melenudo de la dirección orquestal, y personificó la capacidad de Estados Unidos de generar mitos y lanzarlos al mundo como modelos paradigmáticos. Sólo el genio de Herbert von Karajan pudo abrir un periodo de nuevo dominio europeo, con su sólida leyenda de maestro-referente y con el consiguiente reestablecimiento de la Berliner Philharmoniker como principal orquesta del mundo -aunque no para mi, por cierto-. A von Karajan se dedicará la próxima entrega de «Dirigir despeinándose».
En la siguiente secuencia fotográfica, se ha incorporado a Stokowski (por su peinado) a la exclusiva galería de perfiles constituida por Mahler y Karajan y mostrada con anterioridad. La secuencia se está completando, y cubre un arco de varias décadas, en las que (con todo respeto hacia la venerable tradición europea) el protagonismo en la evolución de la dirección orquestal ha correspondido a Estados Unidos, más específicamente a Nueva York. Esta fotografía de Stokowski es obra de la singular fotógrafa Editta Sherman -cómo no, neoyorquina: su estudio y su vivienda ocuparon uno de los apartamentos del edificio del Carnegie Hall durante décadas-. Sherman, más que centenaria y viva cuando escribo estas líneas, fue una retratista maravillosa activa hasta hace muy poco tiempo. Merece la pena ver sus retratos, de los que se encuentran muchos en internet.
©Joseba Lopezortega Aguirre, Bilbao, 2013 – http://wp.me/Pn6PL-3p