12-M en la Estación de Atocha, Madrid Foto: http://magazineactivo.files.wordpress.com

12-M en la Estación de Atocha, Madrid
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Recuerdo que estaba escuchando a Iñaki Gabilondo, cuando todo se interrumpió. Las grandes noticias succionan el tiempo como deben hacerlo los agujeros negros, y todo el resto de las cosas es devorado por ellas. Ya nada existe, salvo la intención en un principio imposible de construir respuestas de urgencia para preguntas cuyo enunciado ni siquiera conocemos. Por eso sólo más tarde, incluso diez años más tarde, es tan confusa la cronología de los acontecimientos: nada los reconstruye, por mucho que se ordenen.

Mi amigo Martín Rasskin montaba temprano y casi a diario en uno de aquellos trenes que reventaron. Vivía y componía en un pequeño pueblo de Guadalajara y acudía a trabajar a Madrid. Mi primer instinto fue llamarle, y me respondió atónito, pero sereno y lúcido. Estaba en el pueblo, porque aquella mañana no había ido a trabajar. Respiré tranquilo. Cuando lo nuestro está en riesgo, y sentía y siento a Martín como muy mío, saberlo a salvo nos sitúa en el borde del abismo moral más hondo e indeseable: porque pasamos a sufrir por los otros, no por los nuestros, y tenemos un fondo egoísta que ya late más sereno; no se si por debajo o por encima del estupor, la indignación y la rabia. Pero late más tranquilo: esa alegría es un caliz de hiel, pero es alegría.

En aquella conversación tan en caliente Martin, con su aguda inteligencia porteña y los instintos permanentemente alerta de alquien que pertenece a un pueblo secularmente perseguido y acorralado hasta casi el exterminio, me dijo: «esto no es cosa de ETA, Joseba, estos son yihaidistas». Poco después Arnaldo Otegi, por entonces portavoz virtual de uno de los últimos movimientos terroristas de la Europa del nuevo siglo (si no el último) desmintió tajantemente que tras los atentados estuviera ETA. Yo, ya muy muy atrás mi adolescencia vasca y radical, me sabía y me sentía a años luz de Otegi y los suyos, de sus visiones y sus maniobras y métodos, pero le creí. Y no se si sabría explicar por qué, pero me alegré de escucharle y de creerle: no habían sido ellos. Eso no les hacía mejores o diferentes que los autores, pero sí al menos incapaces de tanto.

Noticias, alegrías que estremecen, autorías desmentidas. En aquella mañana que el tiempo terminará por sepultar en el olvido, como hace con todo, también se sembraron otras historias: la del dolor por los que habían volado en pedazos, que Dios les tenga en la gloria, y la de las mentiras de una parte significativa del Estado (del Gobierno) y de la prensa. Las víctimas son las hojas y ramas tiernas y en perpetuo brote y caída de aquellos árboles que no debieron ser; la infamia, la ocultación, las consignas y las mentiras interesadas son sus raíces negras y pestilentes. Las dos crecen sin posible control una vez que nacen: tanto el dolor como la infamia. No olvido a los autores, pero ellos son el hacha repugnante que cercena y poco más: marionetas en manos de quienes les dirigen. Pagaron o pagan con su vida o con la cárcel, mientras sus jefes conducen sus coches de camino a sus cálidos hogares. Básicamente, unos imbéciles. Siempre lo son, porque siempre tienen jefes.

Ruego por la serenidad y el descanso de las víctimas y el sosiego de sus próximos, quienes más sufrieron. A quienes jugaron papeles tan aviesos e interesados en las proximidades del poder, que el tiempo les juzgue: deben temer, y con razón, los adjetivos que les pondrá la Historia. A mi se me ocurren muchos, pero me los guardo, porque hoy quiero recordar para alegrarme. Hoy quiero alegrarme infinitamente por Martin, y al mismo tiempo me duelo hasta donde pueda hacerlo por tantos como él a quienes no conocí, y a los que otros lloran.

Diez años después, Martin, tu voz sigue sonando. Diez años después, y para siempre, siguen sonando también aquellos teléfonos móviles que ya nadie responde.

 

©Joseba Lopezortega Aguirre, Bilbao, 2014 · AVISO LEGAL