Publicado en www.mundoclasico.com el 18 de marzo de 2015

Bilbao, 07/03/2015. Sociedad Filarmónica. Grigory Sokolov, piano. Johann Sebastian Bach: Partita número 1 en si bemol mayor, BWV 825. Ludwig van Beethoven: Sonata número 7 en re mayor, opus 10 nº 3. Franz Schubert: Sonata en la menor, opus 143; Seis momentos musicales, op. 94. Aforo: 930 localidades. Ocupación: 80 %

Sokolov pertenece a la estirpe de músicos que no emiten sonidos desde el escenario, sino que atraen al auditorio hacia su instrumento, convertido en un poderoso cuerpo que succiona inevitablemente, que esclaviza, que subyuga. Es una cuestión física, gravitacional, un misterio irresoluble de mecánica celeste. El pianismo de este hombrachón que parece ignorar las convenciones de un concierto, que evita cualquier gesto que no sea rigurosamente imprescindible, que parece sudar cada paso que da entre el camerino y el teclado, es de un mundo distinto al de los pianistas meramente excepcionales. Toca de una manera tan inteligente, tan profundamente estudiada y asimilada, tan radicalmente natural y desnuda y tan depurada, que el lenguaje escrito se vuelve superfluo. Como el agua y el aceite, así de lejos están Sokolov y lo que pueda decirse de él. El ruso no conmueve: desplaza nuestro cuerpo con una sensación agresivamente física. Como si nos tuviera agarrados por el esternón.

Desplaza nuestro cuerpo hacia un mundo en el que la Partita número 1 de Bach no parece la de un único pianista, sino la de muchos. Con cada pulsación, con cada nota, Sokolov parece resumir toda una genética densa y compleja, una cadena de ADN musical y pianístico indescifrable, irreductible a referencias o ejemplos. Es escuchar a Gould tanto como escuchar a alguien que evidentemente no es Gould; es sentir que la Giga no es música, sino un monumento cultural y civilizatorio que ha adoptado caprichosamente el lenguaje de la música para manifestarse, tanto valdría que fuera una tabla flamenca como una arquivolta o una espiga de trigo a la mayor gloria de su hipotético creador, sea este Dios o sea un granjero, que en el caso tanto monta. Todo conduce, todo empuja hacia la música sentida como ese territorio efímero, delicado y aislado en que el mundo y la realidad quedan fuera de nuestro alcance e interés, más allá de un pasillo y una doble puerta, más allá de cualquier calle y cualquier tiempo. No: no me pongo en poeta. Es Sokolov como efecto.

Este músico, como apesadumbrado, sale del camerino al encuentro de la Sonata número 7 de Beethoven. Es un andar patibulario. Y parece que entre Bach y Beethoven el tiempo no haya transcurrido. Hay entre los dos una intimidad casi alquímica, una gran continuidad, y sólo poco a poco nos damos cuenta de una obviedad: Beethoven no es Bach, pero eso es algo que hay que decir y transmitir con calma, persuadiendo, convenciendo, porque tampoco Sokolov es Kempff, ni un siglo se expresa en un estilo de tocar, sino que se esboza en una forma plena de entender la música y hacerla. Bien: el Largo e mesto de la número 7 es abrumador, medularmente beethoveniano, sobrio y calmo, introspectivo quizá, no sabría decirlo. Sokolov no hace Beethoven como una cumbre de la música, sino como un eslabón esencial e imprescindible en la búsqueda de un polo imaginario e inalcanzable, de un destino maldito, pues siempre está por escribir: el destino de la música, experiencia efímera, huidiza hasta el hueso. Hay ansiedad latente bajo Sokolov, una necesidad de respirar, de expresar, de dar salida, de conectar con el auditorio. Hay una ley gravitatoria a la que él, en primer lugar él, sucumbe. Eso le convierte en un pianista de otra era, en un vestigio vivo, en una gloria.

Schubert es más estable y perfilado. Aporta un mundo autónomo, resuelto, pleno. No importan las distancias de cualquier índole entre Beethoven y Schubert, el Andante de la Sonata en la menor vale lo que un siglo. Los silencios, las pausas, son perfectamente arbitrarios pero no son discursivos, son declamatorios, están llenos de contenido y sentido. El Schubert de Sokolov es a la vez respetuoso y cauto, como en esbozo, y rotundo como en una sentencia en firme, y está permanentemente cuestionado, en una exploración racional y a la vez de un valor instintivo casi salvaje. Schubert no implica para Sokolov un estilo de tocar, implica una forma de vida al piano, y por eso la pausa entre la Sonata y los Seis momentos musicales es en realidad una molestia, una convención, un tiempo perdido e irrecuperable, que Sokolov reduce a lo imprescindible. ¿Qué decir de estos Momentos? Schubert parece reexponer Bach, pero explicar Prokofiev. El ciclo del sonido se cierra, más allá incluso de la coherencia del programa, ¿o quizá por encima? Es un bucle ávidamente abierto e insatisfecho, es el ruido eterno y resistente a todo tiempo, es Guilels, pero es Pires, pero es también Brendel, y es cuanto queramos añadir hasta sumar -al menos- las siete letras de Sokolov, de oficio pianista, con sus dedos hundidos en el barro del tiempo y esculpiendo a la vez un esperanzador y liberador manifiesto: siempre es posible escuchar todo por vez primera. No hay dos manzanas iguales, aunque una ley inviolable explique universalmente su caída. Así de sencillo es Sokolov, y así de insondable.

©Joseba Lopezortega Aguirre, Bilbao, 2012-2015– http://wp.me/Pn6PL-3p