Silvio Berlusconi era presidente del gobierno italiano cuando se encaprichó de una escultura del dios Marte y quiso llevársela al palacio de la presidencia del gobierno italiano. Aquí está la noticia tal y como la daba estos días El Correo:

http://www.elcorreo.com/vizcaya/20130331/mas-actualidad/cultura/marte-berlusconi-pierde-nuevo-201303292029.html

No es lo mismo quemar Roma que restituir el pene a un dios, pero estamos ante un nuevo y pequeño Nerón, un césar del tercer milenio, que decide colocar en el palacio que ocupa una escultura del patrimonio italiano, pero la ve incompleta. Normal. Pocos próceres proyectan tanta fantasía de poder en torno al pene como don Silvio, también todo un pequeño y baboso Tiberio, y no cuesta imaginar sus chanzas al respecto con los visitantes del Palacio Chigi. Tampoco cuesta imaginar el pasmo de los restauradores al escuchar que debían reponer la virilidad del dios: mandato de un macho para quien la democracia es la verdadera y molesta prótesis.

Si un presidente electo tiene la potestad de decidir sobre la entrepierna de Marte es porque se siente legitimado para mandar sobre cualquier otra cosa. Pienso en Berlusconi señalando a Marte y ordenando que se restaure y veo a Chávez expropiando en Caracas. Y me pregunto cuánto hubiera durado en su puesto un restaurador capaz de decirle: «Presidente, esa escultura no se toca, no conviene». Y llego a una conclusión poco o nada sorprendente: el problema de don Silvio, como el de otros dirigentes de las mas altas esferas políticas, es que es un completo inculto, un patán; y en plena y sempiterna tormenta de descrédito contra los funcionarios, no puedo sino celebrar que estos existan, al tiempo que lamento que no estén suficientemente aforados como para mandar a un presidente a la mierda. Y, de paso: ¿a dónde miraban los sindicatos representados en el Museo Nacional Romano para no plantarse ante esa estrafalaria ocurrencia? Una buena oportunidad perdida de contribuir a la mejora de la muy resistente, pero debilitada democracia italiana. Pero me inclino a pensar que le rieron la gracia, sobre todo cuando en un alarde de insufrible camaradería don Silvio aclaró: «pero no muy grande, ¿eh?, no muy grande». No se si lo dijo, pero vaya si le pega decirlo. Y jactarse de su ingenio.

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©Joseba Lopezortega Aguirre, Bilbao, 2013 – http://wp.me/Pn6PL-3p