Foto: © Quincena Musical- Iñigo Ibáñez

Foto: © Quincena Musical- Iñigo Ibáñez

 

Publicado en Mundoclasico el 15 de septiembre de 2016

 

Donostia-San Sebastián, 31/08/2016. 77ª Quincena Musical. Auditorio Kursaal. Christian Elsner, tenor. Thomas Ospital, órgano. Orquesta Sinfónica de Bilbao. Orquesta Sinfónica de Euskadi. Orfeón Donostiarra (J.A. Sáinz Alfaro, director de coro). Orfeón Pamplonés (Igor Ijurra, director de coro). Easo Eskolania, Araoz Gazte Abesbatza (Gorka Miranda, director de coros). Director: Víctor Pablo Pérez. Hector Berlioz: Te Deum, Op. 22. Francisco de Madina: Aita Gurea. Pablo Sorozábal: Gernika. Ocupación: lleno.

 

La clausura de Quincena nacía del deseo de realizar una exhibición de músculo, de hacer algo grande. Parece que existieron algunas dudas respecto al repertorio (se barajó ofrecer «Gurrelieder») pero no respecto a disponer de un gran aparato sinfónico y coral en el escenario del Kursaal. La obra elegida resultó ser el «Te Deum» de Berlioz, una obra que se interpreta raramente por sus muchas exigencias, no todas las cuales se respetaron en la gran traca final de la 77ª edición del festival. Para abordar el «Te Deum», Alfaya siguió un curioso patrón territorial: la orquesta de Euskadi representaba a todos los vascos; Bizkaia, que tiene en la Sinfónica de Bilbao su propia formación profesional, la sumó al esfuerzo; Gipuzkoa incorporó dos coros, el Orfeón Donostiarra (sin duda su principal activo musical propio) y los niños y niñas y jóvenes de ambos sexos de las formaciones de inicio del magnífico coro Easo; Navarra puso en el escenario su espléndido Orfeón Pamplonés. Todas estas fuerzas sumaron más de 400 intérpretes, como permanentemente se recordó desde la propia Quincena y desde las entidades musicales participantes, una verdadera desmesura al servicio de una obra infrecuente. Quincena quiso sumar y sumó, vaya si sumó, apuntándose el hito (en una escala doméstica, ciertamente) de unir a las dos orquestas de Euskadi sobre un escenario por vez primera en un concierto como tal (su anterior colaboración tocando juntas es casi anecdótica).

Quincena también restó. No había sombra de arpas en el escenario del Kursaal, ¿no es chocante?, y tampoco había órgano, instrumento que se suplió con un sofisticado instrumento electrónico amplificado y con un organista de renombre, Thomas Ospital. Pareciera que a Ospital se le contrató para suavizar el empleo de semejante sucedáneo y, la verdad, no se acaba de entender que alguien con tanta actividad y prestigio aceptara tocar la imponente parte para órgano del Te Deum… sin órgano. No hay que decir que por mucho empeño que seguro que se puso en que el sucedáneo cumpliera su forzado papel, el sonido resultante era totalmente insuficiente.

El auditorio del Kursaal fue otro de los elementos de la noche a valorar. Pudo con todo, excepto quizá con algunos pasajes de la obra que cerraba el programa. No es poco mérito de la sala transmitir de forma clara y con notable calidad tal cantidad de decibelios, haciendo paladeable la desmesura y permitiendo que, incluso en plena ebullición sonora, se identificaran las voces blancas (o casi blancas) con su gran aporte de color. Kursaal es, sin duda, un activo esencial de Quincena.

Víctor Pablo Pérez hizo un buen trabajo frente a un escenario realmente abigarrado, en el que estaba buena parte del músculo musical vasco: aunarlo ha sido un éxito indudable del festival. Que Euskadi es (o mejor, continúa siendo) una potencia coral es una realidad capaz de escorar el conjunto de Quincena hacia la música sinfónico-coral, como ha sido claro en esta edición y como parece que se desea para futuras ediciones. El Pamplonés y el Donostiarra se mostraron excelentes, pero hay dos o tres coros más capaces de haber rendido ante este reto. Los niños y niñas del Easo cantaron de memoria, benditos sean, y lo hicieron maravillosamente. Las orquestas demostraron sumar una materia prima que permite soñar grandes calidades futuras, con una excelente prestación de los metales y una cuerda que sonó compactada y convincente. En conjunto, la parte instrumental funcionó a la perfección. Quizá el elemento más débil fuera el tenor, quien en su breve parte, pese a hacerlo bien, se limitó a cumplir quizá en la frontera de sus capacidades.

Cerraban el programa dos obras de compositores vascos, Madina y Sorozabal, en las que los coros estuvieron excelentes, logrando enardecer sucesivamente al público con el intimismo de un rezo al Señor y la épica rabiosa de un canto fúnebre por Gernika, la ciudad devastada. No cuadraban mucho con el «Te Deum», nada la segunda, pero si se pretendía producir para la edición un cierre en todo lo alto lograron su efecto, multiplicando y con mucho el volumen de los aplausos recogidos por un «Te Deum” que, gustando, no cosechó ni un solo bravo.