Boris_Yeltsin

Boris Yeltsin contempla a Bill Clinton mientras este toca el saxofón, 13 de enero de 1994.
@ Bob McNeely, 1994 – Cortesía de la Casa Blanca

(Publicado en El Correo)

Boris Yeltsin pudiera quedar en la retina de la historia como el líder que escalaba tanques en 1991, cuando estaba en juego  la integridad del pavimento de la Plaza Roja y, con éste, la libertad que el pueblo ruso se prometía y merecía. Pero, aferrado al poder, Boris ofrece hoy un icono maltrecho, agónico, de suerte que la historia deberá elegir si guardar de él y de esta Rusia aquella imagen vibrante del líder que se encarama o esta del anciano político que se encama, por sus frecuentes dolencias, al punto un tanto chocante –pero completamente novedoso- de recibir a su colega chino en la sala de estar de un hospital: genio y figura. Y, si el líder sobre el tanque encarnaba una promesa, aquel líder que prorroga hoy su ya largo declive, trastabillando entre los terciopelos y alfombras del Kremlin o entre sábanas y nurses, parece el retrato de a dónde fueron a parar expectativas, ilusiones y futuros.

Boris Yeltsin ha pasado de la vivencia entre plazas rojas a la supervivencia entre cruces rojas, de modo que el rojo es definitivamente su color, aunque no su pigmento político, y de ahí una sociedad rusa atónita al contemplar, con cierto rictus hambriento y fuertes dosis de frío, que también está marcada por ese color, al que no logra sobreponerse. Boris en batín es la imagen misma de una quimera, en la que él resulta ser un actor tozudo, ávido de continuar aunque incapaz ya de vivir,  un actor muy dado a la improvisación al que, en buena lógica, bien pudiera ocurrirle ahora que otros le escriban los guiones: tal vez sean estos, los guionistas, los que se empeñan en mantener vivo a aquel hombre vital que empujara a Gorbachov más allá de las cuerdas: pero éste, a quien gritaban “torero” las multitudes –las que no vivían en Rusia, sino en Madrid capital-, envejece orondo, con su peca como delicioso complemento a un rostro agraciado, compensado, en el que todo es disciplinado rictus, y se nutre de una fundación que lleva su nombre y de su actividad como conferenciante de postín, de los que hay pocos, pues no todos los estadistas tienen cosas interesantes que contar, ni todos saben narrar, ni se saben como él adheridos de forma inseparable a la historia: aunque, pensándolo bien, Gorbachov no opone al icono de Yeltsin sobre el tanque ninguna imagen de tanta intensidad, sino acaso su aliento visible al chocar contra el frío y su sombrero: una figura del cine americano de los años treinta, la del ex, frente a una figura que ha deambulado entre el espíritu de la nouvelle vague –o del 68 en Praga-, el cine cómico -de charlotada que se decía- y el docudrama: la del vigente presidente.

Del Yeltsin que hoy languidece perdudararán también, al menos por un breve periodo, aquellas secuencias impagables en las que acariciaba tímidamente el trasero de alguna traductora/actriz de reparto, hecho un Ozores, o las crónicas e imágenes que ilustraban su afición inmoderada por la bebida, porque Yeltsin hubiera servido igual, en manos de su destino, para presidir su país o para dormir en el metro moscovita, guardando celosamente como tesoro un tetra brick. De ahí su verdadero encanto y sustrato democrático. Porque, con sus improvisaciones, Yeltsin  se ha evidenciado un monstruo escénico, uno de esos actores de la historia que llenan el espacio que ocupan hasta anegarlo, una bestia política visceral, vencida y traicionada por su potencia, como ocurriera a Jesulín en el plano taurino –y aún veremos, que la historia no cesa de girar, a Jesulín por las calles de Moscú, donde le aclaman presidente: es otro monstruo-. Yeltsin hubiera dado total de césar romano, familia claudia, una especie de Tiberio con su Capri en el Caspio y con el ejército alucinando, salvo porque Tiberio fue motor, bien que mal, de un imperio meridional, y este es estertor de uno septentrional: no creo que Yeltsin sea tanto el primer presidente de la democracia rusa postcomunista como el último producto de aquél régimen, que con él agoniza. Para nuestra tristeza, su reinado como zar anarco, novelesco e intrigante, es un paréntesis más –uno más- para el noble pueblo ruso. No sé que haría con su espada Alexander Nevski si levantara la cabeza, pero probablemente se la hincara en la garganta si comprendiera cuánto la historia encierra de inexorable.

Algo tiene el poder que encandila, al extremo de hacer que un anciano decrépito y harto castigado por las enfermedades no ceda, de propia iniciativa, ni un palmo de su bien o mal conquistado terreno. Algo tiene el poder para que muchos deseen que el anciano dure y dure, como un anuncio de pilas, hasta que la respiración asistida y el marcapasos digan basta, y con su parón derrumben una estructura de poder para dar paso, necesariamente, a otra. Sucedió en España con Franco, cuya agonía ha dejado en la memoria aquello del equipo médico habitual. Lo que asusta de Yeltsin es que así se entregan los dictadores, y creo francamente que, pese a cierto consenso internacional en reconocerle como demócrata –siquiera accidental-, Boris Yeltsin, entrañable Boris, lo ha sido: pero no de una realidad, sino de un castillo de naipes en el que ha sido rey de copas, que no de bastos. Esto es algo que, puestos a elegir, preferimos, porque de bastos ha sido rey –y Augusto- Pinochet, pero este sin gracia, este cortando las manos que se tienden libremente hacia las posaderas de las traductoras, este sin atisbo de naturaleza, siquiera pecaminosa, sino plenamente glacial: más glacial que Boris, mucho más, y eso que Boris es ruso. Si Pinochet llega vivo a España a ser juzgado, ese día hiela en Torrejón, mientras que Boris funde el hielo a bocanadas. Por eso, en definitiva, queremos tanto a Boris, que es peluche entrañable y trasnochado, pero no erizo plagado de púas y miradas criminales.