Escher.Autorretrato.

Puertas giratorias es una de esas expresiones cometa que se acercan a nuestras vidas, permanecen durante un tiempo y después se desvanecen. Esas expresiones cometa no definen, pero sí etiquetan una situación real y a menudo problemática: en este caso, el delicado e imprescindible equilibrio entre el derecho a acceder como activo a la práctica de la política, el derecho a permanecer y progresar en ella como una finalidad en sí, es decir a hacer carrera política y, finalmente, el derecho de poder abandonar la actividad política sin que el retorno a la esfera privada arroje sombras de duda sobre la legitimidad de la actividad pública anteriormente ejercida, es decir: sin que el hecho de haber trabajado para la sociedad por medio de la política se vea castigado y/o culpabilizado. Cada uno de estos estados requiere de muchos matices, sin duda.

Al curiosear en este concepto, puertas giratorias, que se acerca a nuestra vida a medida que lo hacen los procesos electorales y luego se aleja como en un ciclo de precisa mecánica celeste, he encontrado algunos aspectos que contaminan cualquier posible reflexión partiendo del propio uso de la expresión: puertas giratorias es una traducción literal de la expresión inglesa “revolving door”, es decir: una traslación a la política y la moral pública no anglosajona de un concepto anglosajón, surgido de una cultura política diferente a la nuestra, no necesariamente mejor ni más evolucionada pero sí muy diferente y en la que un ciudadano o una ciudadana puede decidir a los 18 años que quiere llegar a ser presidente de su país sin que le llamen chorizo. Es curioso que en la wikipedia, que es la axila en la que tomar la temperatura de muchas tendencias sociales, y que tanto tiene frecuentemente de intencionalidad ideológica, el apartado “véase también” de la entrada puertas giratorias incluya la palabra inglesa lobbying, con larga tradición y aceptación, connotaciones positivas y sofisticadas regulaciones legales en el mundo anglosajón, y que se incluyan como ejemplo de lobby sindicatos, patronales y movimientos ecologistas, entre otros, mientras que las expresiones en español incluidas en el “véase también” son: alto cargo, conflicto de intereses, empresa privada, deontología, incompatibilidad, mafia, político y clientelismo político. Es como si, arrastrados por la fuerte corriente culposa y pecaminosa de la tradición judeocristiana, lo que en Estados Unidos o Inglaterra conduce a mecanismos regulados y eficaces aquí condujera al purgatorio o el infierno de una realidad globalmente delictiva: ¿mafia, clientelismo político?, ¿por qué las puertas giran de distinta manera en San Francisco y en Bilbao, Barakaldo o Bermeo? ¿Es que realmente queremos decir revolving doors cuando decimos puertas giratorias o, en cambio, queremos decir que el flujo e intercambio entre lo público y lo privado es sospechoso y culpable, mientras no se demuestre lo contrario?

El marco de discusión sobre las puertas giratorias tiene que ver por tanto y en primer lugar con el propio grado de madurez democrática de la sociedad, y con la visión global que la ciudadanía se ha construido de la clase política, de lo que ahora se ha dado en llamar por algunos la casta. En una coyuntura crítica, como la que ahora atraviesa la Unión Europea (una crisis de razonable bienestar global, si consideramos qué significa bonanza en un país subsahariano) es especialmente importante atender a la precisión de los términos y tratar de seguir su trayectoria. La propia expresión clase política está cargada de historia: surge en el siglo XIX y se desarrolla en en XX como ariete antimarxista y no se convierte en la definición del espacio de los ciudadanos mayoritariamente honrados que se dedican a la actividad pública, sino en el nutriente de los populismos que hacen tabula rasa entre la honradez y la delincuencia precisamente para establecerse como fuerzas políticas. Por definición, desde el momento en que alguien se dedica a trabajar en política pasa a ser clase política, y por tanto casta. Es una contradicción probablemente ineludible y asumible en términos de praxis marxista, pero es en todo caso es una contradicción flagrante cuya evolución es y será merecedora de un seguimiento exhaustivo por parte de los politólogos. Casta, al igual que clase política, son genéticamente conceptos de derechas, conviene no olvidarlo: clase política evoluciona en el entorno del pensamiento conservador italiano del S. XX  tratando de refutar la teoría marxista de lucha de clases, y la etiqueta casta se importa desde sociedades hiperestratificadas, en las que es el nacimiento el que otorga la clase social, la etnia, la religión, en definitiva el grupo al que se pertenece y del que no se puede salir. Es la negación del «cualquiera puede ser presidente» que suele emplearse para hablar de los Estados Unidos. Este concepto de casta se manipula conscientemente para adjetivar a la clase política como si esta surgiera del derecho de nacimiento o divino y estuviera totalmente cerrada al resto de los ciudadanos,  es decir: niega todo el desarrollo democrático posterior a la Revolución Francesa. Casta serviría para el Versalles del XVIII o para definir a la sociedad de determinadas zonas de Asia, pero es una etiqueta capciosa e involucionista en la Europa del siglo XXI. De hecho es pre-democrática y, desde mi punto de vista, irreal y altamente reaccionaria.

Por otro lado, hay que contextualizar todo esto en otro marco más amplio y todavía hasta cierto punto novedoso, y ese marco es el impacto sobre la opinión pública de las redes sociales, con toda su caótica -pero no espontánea- inmediatez. Circula estos días en las redes un apasionado y escatológico alegato contra los desmanes de la clase política escrito por el popular Risto Mejide y titulado “Largaos”: la fama adquirida como jurado en un concurso televisivo de promesas de la canción se convierte en catapulta y la catapulta convierte a este inteligente publicista en un eficaz y superficial etiquetador. Así, Mejide escribe a los políticos: “(…) y ya no es posible distinguir vuestras declaraciones rellenas de mierda de la peste que emana de un zurullo común”. Es improbable que este tipo de texto ocupe un espacio siquiera mínimo en la futura historia de la literatura o del pensamiento político, aunque puede que perdure en otros campos de estudio, como la sociología o la publicidad. Pero Mejide es un indiscutible y hasta genial creador de opinión, aunque sea al mismo tiempo un pensador de dudosa consistencia. Señores y señoras miembros de la clase política: una sociedad con baja calidad educativa no sólo corre el riesgo de olvidar a Pericles, Falla o Velázquez, sino que también está más expuesta al ataque de los oportunismos y populismos. Y esto debería preocuparles, porque el futuro de la política como herramienta vertebradora de la sociedad también está en juego si la mayoría de la ciudadanía carece de formación y criterio para distinguir entre la sensatez y el populismo, la utopía y el camelo. Las enfermedades oportunistas progresan cuando las defensas están bajas. La educación es, a la vez, la gran arquitectura para avanzar y la gran arquitectura para defenderse. Lo que no debe es estar quieta, porque la quietud en educación es un suicidio social. Se debe acentuar el trabajo en el entorno educativo para potenciar conceptos y reflexiones que apuntalen los valores de la democracia que, como la tolerancia y el respeto a la diversidad, entre otros muchos, nos distinguen precisamente de las sociedades estructuradas en castas. El concepto bien pudiera ser formación para la ciudadanía, tan denostado desde la derecha española.

M. C. Escher. Ascending and descending. Litografía, 35,5 cm × 28,5 cm
Escher, 1: Ascending and descending.

En «Ascending and descending» Escher crea una escalera infinita con dos procesiones concéntricas. Fuera de esas procesiones dos figuras parecen meditar, ajenas a ese encierro ensimismado. En mi interpretación de esta obra, dentro del contexto de este artículo, los inviduos de la azotea se encuentran doblemente aislados: en primer lugar, por situarse en la cúspide de la construcción social y política de la sociedad, a la que gobiernan; en segundo lugar, porque han reducido su cometido a no abandonar esa cúspide, obstinándose en permanecer es ese encierro. Representan la figura de los políticos que, por el hecho de serlo, parecen decididos a serlo para siempre. Un sistema democrático debe protegerse de ese potencial afán como garantía necesaria para su propia renovación, y para ello precisa facilitar la salida de esa doble escalera. Un mecanismo es  el ejercicio del sufragio universal, pero ese mecanismo afecta precisamente a la cúspide de las diferentes construcciones del poder, que son precisamente las más estrechamente vigiladas en términos de puertas giratorias. De esta manera, los teóricos mejores dirigentes de las organizaciones políticas, o al menos los más hábiles para llegar a la cima de las decisiones, son los que tienen más difícil su retorno a la actividad no política. Consideremos además que en el ejercicio de sus cargos sus sueldos, propiedades e ingresos son públicos, y que un presidente de gobierno puede cobrar menos que un alcalde de provincias y mucho menos que un bancario de alto nivel ejecutivo, por no hablar de los ingresos de deportistas de élite o, por qué no decirlo, de los creadores de opinión televisivos. Yo sé cuánto ingresa mi alcalde o mi lehendakari, pero no cuánto gana Mejide por ciscarse en sus hipotéticas corruptelas. Por otro lado, y conociendo algo de personas y algo de historia, creo que quienes renuncian a parte de sus ingresos como cargos públicos por razones de ética política, o poseen una vocación casi mística de abnegado servicio a la sociedad (al modo de misioneros, pongamos por caso) o son más susceptibles de ejercer la corrupción que cargos públicos bien pagados.

Hay al menos otros tres aspectos interesantes en esta perspectiva de Escher, y uno es su escala. Más pequeño es el espacio político (la escalera), mayor es su previsibilidad. Si un demócrata norteamericano opina públicamente sobre un asunto de Estado, es difícil que pueda precalcular el resultado potencial de su opinión en la enorme escala de los Estados Unidos, de forma que opinar de forma libre es básicamente inevitable. Si en cambio trasladamos el ejercicio de la opinión a la escala de una pequeña ciudad de un Estado, la opinión podrá ser fácilmente especulativa y será más fácil prever las posiciones de partida en función de los intereses finales y las alianzas, claves en la política. En mi opinión, para que los desfilantes de la pequeña escalera paradójicamente infinita de Escher sean políticos y políticas con verdadera vocación de servicio público, y no potenciales expertos en sobrevivir en la carrera política, los partidos que como los nacionalistas vascos o catalanes se enfocan a sociedades pequeñas en términos poblacionales deben incentivar el debate y la disensión de forma valiente y decidida. Más me discutes, más alto me edificas. La no obediencia, la no docilidad, no son una posibilidad: son una exigencia si pretendemos el progreso.

El segundo aspecto interesante en «Ascending and descending»  es la distancia y el aislamiento de los dos individuos que, formando parte del edificio social, son completamente ajenos a la trayectoria ensimismada de los desfilantes de la azotea. Ellos deben ser el objeto de interés principal de los partidos, y deben tener acceso a la dirigencia en la cúspide de la sociedad en caso de ser los más dotados para ello en alguna parcela. Pero, ¿es esto imaginable en la estructura de los partidos políticos tradicionales? Difícilmente, porque el acceso al poder real no se produce siempre de acuerdo a la formación, los méritos o las potencialidades, sino precisamente en respuesta al previo apoyo de los compañeros de partido, apoyo que después se verá recompensado. Sólo así se comprende que en los últimos veinte años encentremos varios nombres inconcebibles, por ejemplo, en la titularidad del ministerio español de Fomento. De todas las cuotas que existen en política, la menos lesiva (y curiosamente la más objetada) es la que tiende a igualar la presencia de hombres y mujeres en los distintos órganos de gobierno. De todas las potenciales amenazas, la más peligrosa y la más lesiva para el desarrollo de un país, sobre todo de un pequeño país, es la facilidad del cálculo político por la previsibilidad de los factores: con pocas bolas en el tapete del billar, menos azar en las carambolas, y menos trayectorias posibles y libres para el progreso. Un país pequeño sólo será grande si se edifica tomando el cálculo como punto de partida (considerar la realidad de un país en su complejidad de factores), y no como resultado de la ecuación. El equilibrio no necesariamente es la mejor estrategia impulsora.

Por último, ¿es sensato pensar que entre los desfilantes no predominan precisamente los honrados, los que quieren servir a la sociedad? ¿Es racional proyectar sobre ellos la ignominiosa duda, dando por sentado que están infectados por un virus malicioso y universal? ¿Resultan creíbles quienes dicen «mirad a esos, ahí arriba» mientras se apresuran a lanzar cuerdas y escalas para encaramarse al tejado? ¿Por qué no puede alguien con 20 años soñar que será presidente de su país o alcalde de su pueblo y trabajar políticamente hacia ese objetivo? Siendo realistas, un pretendiente va a llegar a ser alguien en el mundo de la política con muchas dificultades si sus métodos son ilícitos o inmorales. Otra cosa es que con frecuencia la política nos depare imágenes y titulares sonrojantes, pero en esta cuestión también deben asumir su crucial responsabilidad hacia la democracia y hacia la ciudadanía los propios medios de comunicación (más amarillistas en tiempos de precariedad, pero igualmente esenciales para vigilar y denunciar cualesquiera abusos), y debe también considerarse que de todas las profesiones la de político -siempre y cuando se admita que sea una profesión- es la de mayor exposición mediática. Personalmente, me preocupa más en muchos aspectos pensar qué hacen muchas eminencias médicas con el juramento hipocrático.

M. C. Escher: «Belvedere», 1958. Litografía. 29.5 cm × 46.2 cm
Escher, 2: «Belvedere»

«Belvedere» es una obra de gran riqueza. Como arquitectura representa una construcción imposible, como puede apreciarse con facilidad si se observa la relación de la escalera con su entorno: nace desde el interior de la construcción para llegar a ella desde fuera. Una pareja se apresura a ascender al edificio desde el suelo en damero del patio, pero a la vez llegarán al interior y al exterior. Sólo la altura permanece como una dimensión espacial real, pues en efecto estamos ante un mirador, un belvedere. En el exterior, un individuo desinteresado o expulsado del edificio contempla a su vez un cubo imposible (un cubo Necker). Si continuamos empleando la obra de Escher como metáfora de la política, ¿quién es el individuo encerrado? Aquel que, como consecuencia de haber sido responsable de áreas de decisión y gobierno, queda encerrado cautelarmente para evitar que su sombra, impregnada de culpa y sospecha, se proyecte sobre el conjunto del edificio político. No hay salida: la puerta está cerrada, porque si la puerta se abre y el sujeto regresa a la actividad privada la puerta se verá convertida en giratoria de forma inevitable. De esta manera, la vocación política corre el riesgo de implicar sólo a personas que están dispuestas a ganar muy por debajo de sus responsabilidades y del riesgo de sus decisiones, y que además van a retornar con dificultad al mercado laboral.  He aquí una verdadera paradoja, y no una mera paradoja de perspectiva como la planteada por Escher: si hacer política se percibe como una práctica pecaminosa, expoliadora y corrupta, ¿cómo atraer al servicio del país a las mentes más capaces, si es un sambenito y además está mal pagado? ¿Por qué hemos llegado a un estado de cosas por el cual se cuestiona el sueldo de un alcalde -de cualquier alcalde- al margen de su capacidad, de su conocimiento de la propia administración y de su categoría personal o su entrega hacia su ciudad, cuando es perfectamente imaginable que ese alcalde gozaría de una vida más anónima y de un trabajo mejor remunerado en muchísimos espacios opacos para el conjunto de la sociedad? ¿No deben estar los mejores al frente de las instituciones? Y si son no ya los mejores, pero al menos son buenos, ¿no deben poder retornar a la empresa privada o a la universidad de modo natural y lógico? En este espacio de análisis no se puede obviar el papel de la gran derecha liberal, que a modo de agenda oculta trata de inculcar paciente y machaconamente en la sociedad (a menudo a través de sus propios medios de comunicación, cfr. Berlusconi) el mantra según el cual es mejor que de los asuntos públicos se ocupen los profesionales, por estar más capacitados que los políticos. En una significativa confluencia, el valor del concepto de puertas giratorias resulta por tanto útil tanto para la derecha privatizadora como para las izquierdas radicales y los movimientos populistas. Parafraseando el Manifiesto Comunista, dos fantasmas recorren Europa: el populismo y la tecnocracia. Para ambos el enemigo es común: la «clase política».

Es evidente que la sucesión de hechos como Filesa, Gürtel o Bárcenas hiere de muerte la credibilidad de los partidos y fuerza a acometer la reforma de la financiación de esas formaciones, pero colegir de esos reprobables episodios que todos los políticos son unos corruptos o dar por buena la existencia de la casta es simple y reduccionista. El problema que creo real se da en una escala mucho más pequeña: los partidos políticos no pueden funcionar en términos garantistas. Nadie debe contar con la protección de un partido si su militancia es un salvoconducto para hacer mal o, simplemente, no hacer su trabajo. La mala prensa de la política no viene de la metafísica ideológica, que cada vez pierde mas importancia, sino de la física cotidiana, de la gestión cercana, de lo que es visible y se alimenta y multiplica en la calle, en lenta progresión aritmética si la gestión es buena y en vertiginosa progresión geométrica si es mala o escandalosa. Si los ciudadanos votan a alguien porque «parece honrado» significa que piensan que no todos los candidatos tienen por qué serlo. Esa especie calumniosa circula profusamente en el lenguaje cotidiano y es retrógrada e involucionista. Para combatirla, las puertas de los partidos deben estar permanentemente abiertas para entrar, pero también para ser invitado a salir. Llevada al extremo, la figura del preso del «Belvedere» de Escher pudiera representar el interés de los propios partidos en evitar ser percibidos como corruptos: estáte quieto aquí, no nos vayas a tirar la escalera después de tu buena labor si acaso sueñas con ser un ciudadano de pleno derecho. O bien: aquí te guardamos y mantenemos, que la calle es inhóspita y estarás mejor en una cárcel de oro. Esto representa en ambos casos, ahora como en la antigua Roma, un grave y radical deterioro democrático. Nadie puede ser tomado por culpable y nadie puede ser separado de la vida privada por haber trabajado en el ámbito público, pero nadie debe encontrar cobijo en el espacio público y/o político por sujetar firmemente el carné de un partido con su dentadura.

M. C. Escher: «Relativity», 1953. Litografía. 29.4 cm × 28.2 cm
Escher, 3: Relativity

«Relativity» es posiblemente la más popular de las obras de Escher. Curiosamente, es también la que conjuga paradojas de perspectiva y gravedad con escenas cotidianas, aunque en una clave surrealista. En esta obra, los desfilantes se mueven en el mismo laberinto paradójico que en las otras, pero superan la perplejidad y se encuentran conectados con la realidad: los árboles, el paseo de la pareja que se entrelaza por la cintura, incluso la mesa del almuerzo son elementos cotidianos; también encontramos barrotes y puertas cerradas, pero este no es un universo cerrado y giratorio, sino un universo abierto, habitado y conectado entre los distintos planos que componen la realidad, todos en completa visibilidad. «Relativity» es la normalidad del tránsito entre las distintas perspectivas de participación e implicación en la sociedad y en el servicio a la misma, es la política como mecanismo complejo y necesario, como esquema vertebrador y respetuoso con la sociedad: porque sólo el laberinto garantiza la libertad de elegir la trayectoria. Es la fragilidad maravillosa de esta escalera, la naturaleza casi onírica (eternamente utópica) de su equilibrio, la que nos convierte en ciudadanos de pleno derecho. La prosa de Mejide no construye conexiones, sólo arroja botes de pintura negra, sólo ciega. Y aunque con dificultades, con terribles dificultades, basta mirar quince o veinte años atrás para comprender lo mucho que nuestra sociedad ha progresado y mejorado. Miremos más allá de la niebla. Es nuestro deber como ciudadanos y nuestra obligación como demócratas.

©Joseba Lopezortega Aguirre, Bilbao, 2014– http://wp.me/Pn6PL-3p