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(El Correo)

Setiembre representa el inicio de una nueva temporada de programación en las cadenas de televisión. Como es evidente para cualquier telespectador, decir “nueva temporada de programación” no es lo mismo que decir “temporada de nueva programación”, porque las novedades van a ser contadas, seguro, y porque cada vez es más patente el desinterés de las cadenas generalistas –al menos de las comprometidas en las plataformas de pago- por programar con calidad, que la calidad en estos tiempos es algo que se paga. Sin embargo, los espectadores deben ver con felicidad la llegada de setiembre, porque implica al menos el punto y final de dos meses de programaciones vergonzantes, cuajadas de reposiciones sin sentido y programas de relleno. En el inconcebible eclipse estival –eclipse televisivo, se entiende- uno, que no sin ciertas dosis de cinismo piensa que televisión y calidad no deben confundirse, ha asistido a momentos inolvidables de la historia de la tele: he podido disfrutar, por ejemplo, con la reposición de “Menudas estrellas”, programa en el que he visto tantas veces a la misma niña, cantando la misma canción, que tengo el convencimiento de que la pobre ha pasado de poseer una voz blanca y afinada a sufrir una ronquera perpetua, sobrevenida tras un infortunado tercer matrimonio. Loa y reverencia a quienes, con manifiesto buen gusto, me han predispuesto de tal manera contra el sueño que me han echado a la calle a trasegar, al tiempo que mi factura de la luz se ha reducido porque la caja tonta –estos meses sí, muy tonta- prefería ni encenderse. Si a esta política de reposiciones –no olvidemos “Furor”-  se suma una emisión de películas generalmente bochornosas –nunca Hitchcock brilló tanto- y una interminable lista de partidos de fútbol veraniegos como para meditar serenamente en practicar como deporte el harakiri, Setiembre lucirá con tanta luz que el aterrizaje en la rutina, en los albores del otoño, será plácido y amable, mientras que si se traspusieran las parrillas de verano de las televisiones a octubre y noviembre, el Gobierno no llegaba a fin de año y sobrevenía la república.

La razón de esta penuria televisiva, que felizmente se amortigua –aunque con seguridad no concluye-, es que en las cadenas piensan que en verano la tele no se ve, o bien que la ven tan pocos que no merecen la pena. En la lógica de las cadenas, no existe el espectador, sino el número de espectadores. Reducido a un guarismo, a una cantidad, el espectador ve indefenso cómo se rellenan emisiones sin atisbo de pudor, al tiempo que probablemente medita sobre un aspecto crucial de la moderna televisión: si otros sectores –incluyendo la aviación civil- hacen esfuerzos por comprender a sus usuarios como clientes, en las televisiones se siguen entendiendo como un mal necesario: la audiencia no es sólo un grupo informe poco o nada merecedor de respeto, es además, y sobre todo, ese ente desagradable capaz de dar la espalda a un programa al punto de obligar a su retirada. En determinados profesionales de la televisión, he percibido cierta rabia hacia la audiencia, a la que se tiene como ignorante. Esta es la raíz que explica la actual situación de las cadenas: el más ignorante de los espectadores es más sabio que el más sabio de los programadores, que olvidan que el espectador es su cliente, mientras que los espectadores jamás olvidan que son dueños y señores del mando a distancia, y aprietan el botón de su venganza.

La programación de una televisión es un compromiso público anunciado. Si pensamos en  el cliente televisivo  como cliente de hostelería, lo primero que encontrará es la carta: resultaría inconcebible  que, al entrar en un restaurante al reclamo de cordero asado, le soltaran en la mesa una trucha de vivero sin mayor explicación. Eso ocurre con los programas. Podría también ocurrirle que de los diez platos anunciados no hubiera ninguno, sino el que el cocinero decidiera con impar desdén lo que el comensal va a comer: eso ocurre en las televiviones. Podría, más allá, acontecer que le sacaran vez tras vez el mismo cordero que vez tras vez ha rechazado: eso ocurre con las reposiciones. Podría finalmente ocurrir que, saboreando un raro y apetitoso plato, viniera el camarero y dijera: la comida ha terminado, y se nos llevara el plato. Eso pasa cuando uno aprecia un programa pero las cifras de espectadores –siempre las cifras- no justifican su emisión: caso de “Un Millán de cosas”, probablemente el desvarío más arriesgado y apreciable del humor televisivo de las últimas temporadas, o de la desaparición de una intensa serie policíaca de la noche de los domingos en Telecinco: en mi opinión, la mejor filmada de cuantas se han emitido en televisión desde “Murder One”. De la serie en cuestión no recuerdo el título, que es el colmo de la pena para una buena serie, porque no me dio tiempo a leerlo.

No se escapa al lector que cito programas de televisiones privadas, que a la postre son libres de ser desconsideradas: otra consideración diferente merecen las televisiones públicas, estatales o autonómicas, porque estos restaurantes –vuelvo al símil- los pagamos entre todos y en ellos nos toman el pelo tanto o más que en los otros, y nunca se puede afirmar si se está comiendo carne o pescado. Del anhelado papel de regulación y estabilidad para su sector que corresponde a estas cadenas, nada; de respeto al espectador, nada; de función pública, nada o muy poco, como no sea emitir microespacios para que los bienpensantes sepan defender su propiedad privada de rateros y maleantes. En ETB 1 ni siquiera van de restaurante: van de fast food  como si el euskera no valiera la pena cocinarlo, y por eso ponen frontón hasta el hartazgo, mucho concurso de trikitrixa –muy respetable como tal- y similares: podrá argumentarse que esas programaciones divulgan la cultura vasca y euskaldun, pero en mi opinión contribuyen a entorpecerla y encuentran su razón de ser en su bajo coste, entre otras razones igualmente poéticas. Creo que ETB 1 manifiesta una rotunda e hiriente dejación hacia la cultura euskaldun. TVE, por su parte, manifiesta notorio pasotismo hacia todo tipo de cultura, la euskaldun incluida, que por algo los presentadores saben citar con acento ruso a los ministros mutantes de Yeltsin, pero se atragantan en las lenguas oficiales del Estado. El programa autonómico más culto –es broma- y de mayor intensidad televisiva –en serio- en las autonómicas es, sin duda, “Tómbola”, donde desde siempre han sabido decir Urdangarin. A ver si lo ponen en ETB 1 y nos doblan a Mariñas, que me parto.

La especialización de contenidos y su organización temática corresponde a la televisión de pago, esto es claro, que el que come a la carta tira de fajo. Las emisoras privadas en abierto van a empobrecer su nivel, de por sí bajo, y no deja de ser significativo que lidere la audiencia la única cadena no comprometida en plataformas digitales. Las emisoras públicas, mientras tanto, siguen navegando en aguas pantanosas tanto en sus contenidos, carentes de patrón y rumbo, como en sus vías de financiación, y son como un comedor de auxilio social con plato único y cierto descuido en la frescura de los ingredientes. El espectador, todavía no un cliente, seguirá viendo impotente cómo se trunca, cada día, un contrato visual moralmente vigente entre las cadenas y la sociedad: un contrato en el que paga, pero del que no puede esperar, razonablemente, contrapartida alguna.