Velázquez: "La fragua de Vulcano", 1630. Óleo sobre lienzo, 223 x 290 cm. Museo del Prado.

Velázquez: «La fragua de Vulcano», 1630. Óleo sobre lienzo, 223 x 290 cm. Museo del Prado.

 

Publicado en Mundoclasico el 24 de diciembre de 2015

 

Bilbao, 10/12/2015. Euskalduna Jauregia. Judith Jauregui, piano. Orquesta Sinfónica de Bilbao. Director: Erik Nielsen. Mozart: Concierto nº 24 para piano y orquesta en do menor, K. 491 . Anton Bruckner: Sinfonía nº 3 en re menor (1889 versión revisada – Nowak). Aforo: 2164. Ocupación: 60%.

 

Dos programas idénticos, interpretados por los mismos protagonistas y en días consecutivos, pueden resultar bien distintos entre sí. La música en vivo lo es porque, incluso para maestros tan controladores como Nielsen, puede verse afectada por muchos factores distintos, que combinados en modo imprevisible generarán experiencias que pueden llegar a ser dispares. He escrito en la ficha de este concierto que hubo un 60% de asistencia y he querido pecar de generoso, había menos, pero es que el día siguiente registró una gran entrada. Nada es igual con el calor del público o con ese aspecto desolador que adquieren los auditorios cuando muestran en abundancia el color de las butacas, que en el Euskalduna son de un color rojo oscuro. Al día siguiente también hubo silencio, en lugar de un insoportable ruido sordo que se filtraba al auditorio desde quién sabe dónde en la velada objeto de estas líneas. El mismo ruido, aunque con más volumen, se había presentado en el Euskalduna ocho días antes, convirtiendo la escucha del Adagio para cuerdas de Barber en una ascensión al Gólgota para el maestro invitado (Marcus Bosch), músicos y público. Con rabia añadiré que el ruido siguió colándose durante toda la interpretación del “Veni, veni, Emmanuel” de MacMillan, pero con sorna aclararé que resultaba más difícil de detectar. Los lectores pueden recurrir a Tolkien para comprender la naturaleza del sonido invasor: así debía retumbar la mina de Moria cuando despertó el Balrog en las profundidades, resoplando enfadado y jadeando en la vengativa ascensión.

El día jueves, 10 de diciembre, ese sonido literalmente ignominioso -aunque menos potente- acompañó también buena parte de la interpretación del  número 24 de Mozart, no así el viernes, día 11. Así que he aquí una segunda y notable diferencia entre dos tardes en principio gemelas: una ruidosa, la otra silenciosa. En la primera Mozart padecía en una forja, en la segunda sonaba en un auditorio (aunque completamente inadecuado para ese repertorio). Por respeto al trabajo de Judith Jauregui, de Erik Nielsen y de los y las instrumentistas de la orquesta, he decidido no escribir sobre esta primera parte del programa. Apuntaré que el viernes todo debió salir como es exigible. La Sinfónica de Bilbao no ha hecho mención pública de los ruidos ni para explicarlos ni para transmitir su completa falta de responsabilidad en los mismos.

Nielsen se subía al podio de la BOS para dirigir la tercera sinfonía de Bruckner exactamente un año después de hacerse público su nombramiento como titular de la orquesta. El programa de mano recordaba al público que Nielsen sucede en el podio a dos predecesores devotos de Bruckner, Juanjo Mena y Günter Neuhold. Su propuesta es totalmente distinta a la de tales referencias: lleno de cautelas, extremadamente riguroso, pulcro y preciso. La sensación que empieza a afianzarse en torno a Nielsen es que es un maestro que no soporta exponerse al error, que no permite que la música cobre su propia vida, su propio vuelo. Difícil amasar una sinfonía de Bruckner sin mancharse el frac de harina, pero Nielsen lo logra. Impoluto. Desecha la brocha y el óleo para crear con pincel y tintas chinas, ofrece un Bruckner perfilado, delimitado y de unos trazos exquisitos, pero que no desborda. Es probable que el maestro todavía no confíe en la acústica del Euskalduna, muy comprometida, y que vaya exigiendo y ofreciendo gradualmente en función de su proceso de trabajo con la orquesta, pero tiene que mancharse más el traje. Bruckner no es sólo aire, es también tierra y barro. Significativamente, y aunque también condicionado por una pulcritud casi excesiva, el Adagio fue lo mejor de la sinfonía: Nielsen está extremadamente cómodo entre cuerdas aterciopeladas, logrando preciosos equilibrios y empastes, pero en cambio sujeta las bridas en el primer movimiento y en el Finale como si temiera que Bruckner pudiera rebelarse e imponer su propia voz. Quizá su falta de inclinación hacia Mahler se explique por esta misma razón. Seria delicioso escucharle en sus tiempos lentos, pero hay que preguntarse qué lograría en sus libérrimos scherzi y en esos movimientos en los que la clave probablemente está en dar sentido al exceso de aparato sin cercenarlo. No todo puede contemplarse (ni escucharse) del otro lado de un cristal tallado.