Como elección personal, que alguien con inclinaciones deportivas machaque su cuerpo en busca de sus límites físicos (y mentales) me parece estupendo, allá cada uno con su vida y sus preocupaciones. Que el deporte sea el centro de lo cotidiano me merece una opinión, pero seguro que yo tengo intereses no menos opinables, así que me la guardo y allá cada uno con sus tirones musculares, sus fisios, sus preparados alimenticios y su ocio de galera. Totalmente respetable. Que yo vaya paseando con mi perrita y tenga que ceder el paso a un corredor en la acera me parece discutible, pero convivir es ceder. Al menos no van en coche entrando arrolladores en una rotonda, pero creo que el principio -o su carencia- es el mismo.
Los iniciados están ahí, son muchos y además proyectan su narcisismo en el entorno, engalanando las calles. El deporte produce endorfinas, facilita temas de conversación, ofrece una ocupación del ocio abordable para casi todos y todas y su práctica, combinada con el seguimiento de otros deportes, suaviza el problema de qué hacer de nuestras vidas, que no es un problema menor.
También comprendo que la sociedad ofrezca infraestructuras y actividades para esta gente tan dinámica: polideportivos, pistas, campos, grandes y costosas extensiones y equipamientos que rinden pleitesía al viejo latinajo: mens sana in corpore sano. El problema es que, más allá del posible trastorno individual, la obsesión de una parte de la sociedad por el deporte desborda espacios y equipamientos, y es conquistadora y pretende ocupar y ocupa espacios ciudadanos comunes, como calles y parques. También aquí cabe la cautela: a mí me puede parecer una pesadez que corten las calles porque centenares de ciclistas quieran jugar al más difícil todavía, y a otros les puede irritar que una banda de música toque a la intemperie.
Mas llega un punto en el que todo se desborda. En Bilbao llegan a coincidir dos carreras populares en un fin de semana. Hay demasiadas carreras populares, demasiadas carreras con causa en una improbable victoria contra penosas enfermedades. Creo que en Bilbao hay demasiado deporte, o dicho de otra manera: que no hay proporción entre la forma en que el deporte (?) se adueña de las calles y la forma en que lo hacen cualesquiera otros intereses.
Hay otra faceta. Estamos ante una auténtica industria. Hoy en la portada digital de un periódico generalista en papel, pero virtualmente deportivo en red, encuentro esto:
¿Espartanos? ¿Ejército espartano? ¿Qué tiene esto que ver con los ideales deportivos? Nada. Tiene que ver con una visión de la competitividad quizá sistémica y desde luego discutible en términos de visión social, y tiene que ver con el márketing sudorífico de una marca deportiva. Si el lector camina por las calles y se encuentra con estos espartanos, intente que los menores no les vean, llévenles a ver deporte (si lo encuentran) o mejor, a practicarlo.
Minutos después de ver la noticia de esta apoteosis vigoréxica, entro en una revista de música clásica y encuentro este anuncio:
(sigue bajo la imagen)
«Batalla de Bilbao»; «Desafío de guerreros». Esos son los claims de otra prueba más, que no me atreveré a adjetivar como deportiva. Merece la pena visitar la página web de la empresa que anuncia la «batalla de Bilbao», basta con teclear en google. Industria pura. No creo muy interesante conocer qué se esconde detrás de tan libre, empresarial y agresiva visión del deporte, para la que por cierto piden ¡voluntarios! -como en las Olimpiadas, oigan- en lugar de tirar de cuenta de resultados. Pero creo en cambio imprescindible saber si el ayuntamiento considera estas prácticas como deportivas y en función de qué filosofía deportiva y cómo las aprueba, regula y controla. ¿De verdad es deporte? La batalla de Bilbao… por favor, un poco de cordura.