En verano, aprovechando espacios idóneos (con frecuencia naturales) y ese ambiente cálido y permisivo propio de las buenas temperaturas, las orquestas sinfónicas se echan a los parques y a los repertorios más populares. Dejando de lado el concierto de año nuevo de la Filarmónica de Viena, imbatible en el género, en Estados Unidos la New York Philharmonic, protagonista de uno de los eventos más multitudinarios, ha tenido que suspender este año su cita en Central Park por la previsión de mal tiempo -pero sí ha estado en Bravo Vail, en concierto dedicado a Maazel-, y desde luego Tanglewood con la Boston, donde este año ha sobresalido el maestro Andris Nelsons. En Europa, los conciertos mas conocidos son los protagonizados por la Berliner Philharmoniker al aire libre en el Waldbühne Berlin, como clímax de un amplio repertorio de ofertas al aire libre, y los tradicionales y celebérrimos Proms, que la BBC Symphony celebra en el Royal Albert Hall. En el ámbito de los festivales, pero fuera o completamente fuera de la vertiente estivo-festivalera, Lucerna, Salzburgo y Bayreuth, y en un terreno intermedio entre lo culto y lo circense, la Arena de Verona. Están también Aix, las termas de Caracalla (un espacio inconcebible para albergar una multitud, ¿por qué se sigue empleando?) o la Sinfónica de Viena, que participa en el Bregenzer Festspiele, a las orillas de uno de esos lagos austríacos rodeados de verdes praderas por las que corretean Julie Andrews e impolutos niños rubios de dudoso aire campestre. Y hay muchas citas más: Ravello, con un emplazamiento maravilloso que este año ha contado con la London Symphony o Quincena Musical de Donostia, que cumple los supuestos de estacionalidad (verano) y emplazamiento (ciudad bella) pero ofrece una programación abierta y plural, todo ello en términos generales serios y exigentes.
Por debajo de estas capas de relativa visibilidad y popularidad, decenas de orquestas replican con desigual rigor y libertad el veraniego patrón aire libre o recinto cerrado, pero repertorio muy, muy “popular”. Son los pops, totalmente al margen de las temporadas de las orquestas, dirigidos muchas veces por maestros de bolo (los de gran carrera los esquivan) que los ondean como si la campa y las palomitas fueran el Carnegie Hall y sus viejos collares. La Chicago Symphony ha hecho “West Side Story” sobre una proyección del filme; Kansas City hace la ortodoxa “Fantasía” sobre imágenes de Disney; Houston presenta dos programas, “Mariachi Cobre” y “Music of Led Zeppelin”; Nashville presenta cuatro pops (entre ellos uno con Kenny Rogers y “The music of Queen”); la National de Washington hace «2001» homenajeando la llegada a la Luna de la humanidad; Pittsburgh ha ofrecido las partituras de John Wiliams, con el hall de entrada a la sala lleno de caballeros yedi y otras entrañables figuras del séptimo arte; la San Francisco Symphony desarrolla en julio y agosto “Summer and the Symphony”, que este año presenta un especial “Abba” (imagino que entre otras cosas); Seattle saca a sus parques 20 pianos (Bilbao hace algo parecido en primavera con colaboración de la Sinfónica), St. Louis y Alabama salen al parque a tocar, al igual que Columbus Symphony (Ohio), que encarando con encomiable indisimulo el objetivo de estas citas llama a la suya “Popcorns Pops”; por último, otra orquesta (pero a estas alturas ya me he perdido) ofrece “Star Trek into Darkness”, y así hasta una inagotable lista de reseñas.
En la inmensa mayoría de estas citas, para las que existen verdaderos catálogos de producciones perfectamente diseñadas, producidas y contratables (es decir: una industria), existe un común denominador: las orquestas hacen programas que tienen que ver poco, nada o absolutamente nada con su oferta y público habituales. Los elementos tractores sobre los que orbitan estos pops no son Beethoven, Mozart o Brahms, ni siquiera maestros o solistas de renombre. ¿Qué razones mueven a estas organizaciones a realizar estas actividades? Creo que por un lado la necesidad de hacerse visibles, porque lo son muy poco fuera del cerrado círculo de los aficionados; en no pocos casos, porque sus responsables probablemente tienen la misma consideración -y puede que el mismo oído- hacia una formación sinfónica que hacia una buena tirada de fuegos artificiales, cosa que hay que valorar como razonable desde la perspectiva de la amplitud de lo público; también la búsqueda de patrocinadores, o la justificación de su inversión, a través de una gran masa de destinatarios. Pero, de otra manera, todas estas actividades certifican también que la capacidad de atraer público a la música clásica es pequeña. Probablemente siempre ha sido así, pero es muy pequeña. Afortunadamente, también es resistente pero, ¿lo será eternamente?
En uno de sus rápidos flashes desde el festival de jazz de Vitoria-Gasteiz a través de Facebook, Roberto Gómezdelaiglesia escribía: «Hoy el Festival de Jazz sí estará a tope. Algunos días la entrada ha estado floja mientras los espacios alternativos tenían buen movimiento. Y bueno, cartel interesante pero demasiadas concesiones light: Noa, Paul Anka, Poveda…Es el comienzo del fin de un modelo? Quizá alguien debe empezar a repensar el futuro de este gran Festival». En una contestación a esta entrada suya, Iñigo Bastida (a quien no tengo el placer) le respondía: «(…) No olvidemos que para la supervivencia de la organización de festival debe haber un cierto nivel de entradas vendidas y abrir el festival a nuevos públicos por el mestizaje de músicas no me parece una mala elección. El festival de Montreaux, posiblemente el mejor del mundo, ha tenido este año como estrella a Stevie Wonder. ¿Su música es jazz? Seguramente no.»
Una de las grandes virtudes de las redes sociales es que a veces ofrecen de forma imprevisible líneas de reflexión partiendo de propuestas inconexas, como puede suceder por ejemplo con los hipertextos del tradicional zapping. Apenas unas horas después de la reflexión de Gómezdelaiglesia, Inés Mogollón mostraba en la red su cansancio hacia «ese mantra de que la música clásica está en las últimas» y citaba a Charles Rosen: “The death of classical music is perhaps its oldest continuing tradition.” Siguiendo ese hilo, en referencia a un gráfico del The New Yorker que puede consultarse aquí, Alvaro Delgado Vega decía «En cierta medida todos tenían razón; todas esas personas o momentos mataron a la música clásica y la hicieron renacer de una forma ligeramente diferente. Yo sí creo que (no se trata de algo de vida o muerte) pero la música contemporánea esta perdiendo en muchos casos la capacidad de llegar a grupos amplios» y era respondido por Enrique Blanco Rodríguez: «La música creada en cada momento histórico NUNCA llegó a grupos amplios«. Cierto. Por lo menos, hasta la fecha.
¿Hasta qué punto la apertura de las orquestas hacia repertorios no tradicionales atrae a nuevos públicos? ¿Por qué un festival de Jazz tan recio y notable como Vitoria-Gasteiz se ve empujado a programar Salsa? Dice en su muro Gómezdelaiglesia: «Hemos acabado con Buena Vista Social Club. Me encanta la Salsa, pero no era lo que venía a ver a un Festival de Jazz« y cita a la periodista Miren Martin Morato, quien con ilustrativa intención le comenta: «El año que viene nos ponen jotas navarras, eso sí: con saxo» (argumento extensible al entorno masónico de la dirección de escena operística, dicho sea de paso). Aquí convergen las líneas: porque lo que hacen muchas orquestas sinfónicas para atraer nuevos públicos, o vestirse con la manida expresión darse un baño de multitudes, sin desdeñar la parte positiva de estos encuentros pops, es más o menos el equivalente. ¿Necesita un músculo realmente fuerte asegurarse con tales vendajes? ¿Por qué hacerlo, si de hecho su durabilidad no está en riesgo? Quizá -subrayo quizá- la clave está en la mentalidad de los programadores. En EE.UU. no se pone la seriedad de una formación sinfónica en cuestión si en las entradas del recinto de un concierto veraniego esperan a los niños los payasos de McDonalds pero, ¿y Europa? ¿Debe imbuirse Europa de ese espíritu o debe, por el contrario, caminar por otras líneas menos mercadotécnicas? ¿Es realmente la ausencia de jazzistas (!) lo que empuja a los programadores de Vitoria-Gasteiz a programar salsa o es el síntoma o la consecuencia de un problema más directo y cercano?
Las organizaciones culturales, y desde luego entre ellas las formaciones sinfónicas, están bajo el permanente acoso de la demagogia, y los políticos responsables temen la demagogia -esencial aquí distinguir entre responsables políticos y políticos responsables, pues no siempre coinciden, ni se reparten geográficamente de forma homogénea-. Demagogia es, por ejemplo, cuestionarse si en los tiempos actuales no sería mejor destinar el presupuesto de una orquesta a comedores sociales. Puede sonar atractivo y humanitario, puede que rente votos en el plazo mas corto, pero en realidad implica un factor de empobrecimiento y no sólo en el plano sociocultural: el objetivo real es lograr que el presupuesto de una orquesta, como el de un festival de Jazz, resulte rentable para sus espacios de celebración y revierta en riqueza desde un prisma amplio, porque la cultura genera riqueza. No es un gasto, sino una inversión. También es fundamental escapar de otro acoso: el de los propios responsables públicos que, presas o productores de la demagogia o entregados a sus propios caprichos y fantasías con imperial rictus, se cuestionan el costo de organizaciones y manifestaciones culturales porque, desde su óptica, hay otras formas de gastar el dinero mas rentables en términos no sociales ni culturales, sino electorales. Son los que maquinalmente convierten euros públicos en papeletas y, con una formación escasa y una abrumadora temeridad se cuestionan por qué un buen maestro debe cobrar tanto, cuando son ellos los que no debieran cobrar nada por gestionar las cosas como las gestionan (eso acaba de suceder en una orquesta del Sur peninsular). Dicho de otra manera: creo que los programadores viven bajo el terror de ver los patios de butacas medio vacíos, y buscan recursos que les faciliten llenarlos, sobre todo porque es improbable que desde arriba alguien les diga «esto no es jazz, haga su trabajo con tranquilidad». Puede, sí, que la música clásica o el gran jazz vivan siempre, pero no desdeñemos el riesgo de una deriva que ahora mismo nos resulta inimaginable e inconcebible, porque quizá se está produciendo y no precisamente por falta de compositores/as, orquestas o músicos/as brillantes, sino por fuerzas que no surgen dentro de la música, sino que fluyen hacia ella como poderosas corrientes submarinas. El hecho, si repasamos la lista de eventos veraniegos, es que comprobamos que fuera del público melómano Beethoven o no es nadie, o es el nombre de un perro, o interesa muy poco. Es una evidencia. Por mi parte, quizá por pragmatismo, si esos pops sirven para que pueda escuchar otros programas que sí me interesan pues bienvenidos. ¿La salsa es el peaje? Pues póngala en la mesa, pero no la eche en mi plato. Y por si acaso etiqueto este texto como música, y también como sociedad; pero no como cultura. Acepto de partida que podría haber etiquetado precisamente al revés sin cambiar en nada lo escrito.