Paul de Vos, pintor flamenco, pintó “Cacería de corzos” entre 1637 y 1640. El lienzo muestra el inicio de la fase final de una cacería en la que el corzo macho, cruelmente acosado, ya ha sido mordido en la oreja, mientras que la hembra sigue empeñada en vencer en una huída desesperada.
Sobre la mano derecha del macho se divida un campanario. El bosque no es aquí una idea romántica y lejana, sino que circunda las villas y las vidas cotidianas como una amenaza imprevisible y siempre latente. Es dispensador de bienes y recursos, pero también se cobra elevados tributos. A menudo, los cuentos infantiles transmiten un necesario temor y un forzoso respeto por el bosque.
En ese bosque vigoroso y cruel, a orillas de un pequeño arroyo, un perro ya paladea el sabor ferruginoso de la sangre.

Cacería de corzos

«Cacería de corzos»
Paul de Vos, Museo del Prado

Lo casual

El Museo del Prado no expone habitualmente esta cacería, ni otras que posee del mismo pintor. Pero colgaba de una pared cuando Moreno Esquibel visitó el Museo.
Una mujer pasa bajo el centro del cuadro, fijando su atención en otra pared de la sala. Más cerca del objetivo, un hombre se sujeta la cabeza con las manos, mirando al suelo. La postura es propia de alguien que bien pudiera estar hablando por teléfono, intentado no ser percibido ni molestar. Ya en primer plano, otro hombre gira la cabeza y mira hacia la cacería. Tres personas cuyas miradas divergen, sin llegar a cruzarse, trazando planos que se ignoran.
Mientras estas cosas suceden, una pareja se besa.

La cacería

En el gran lienzo, en cambio, todas las miradas convergen: están fijadas con codicia mortal en el corzo y, secundariamente, en la corza, dibujando un conjunto evidente de invisibles líneas o haces barrocas propias del XVII. Es esa codicia la que convierte el destino del corzo en inexorable. La muerte no va a esperar. Otro haz de miradas, pero menos evidente y potente, confluye en la corza, leve y nervuda. La composición del cuadro queda explicada en gran parte por esos ramilletes de miradas. Y nos reconforta pensar, tras contemplar los cuerpos tensos de los cazadores, sus fauces abiertas y húmedas, las miradas ciegas ya a cualquier otra cosa, salvo al inminente placer de herir y cobrares la pieza, que la corza pueda sobrevivir.
Hay dos miradas más: la del macho hacia el cielo, doliéndose, fuera ya de este mundo, casi como un mártir; y la de la corza, obstinada en mirar hacia adelante, desesperada y decidida a vivir. La mirada de la corza es de todas la mas ciega, y Paul de Vos ha pintado sus ojos mas allá de la visión. La supervivencia es el mas corto de los plazos, y por tanto de las distancias. Cuando se corre para salvar la vida no existe el después.

prado m esquibel

Beso en el Museo del Prado
@Enrique Moreno Esquibel

El beso

Los cazadores anhelan matar; los amantes se anhelan. Pero todos ellos materializan su voluntad de actuar. Existe también un diálogo de todos ellos con la naturaleza: pues corzos, perros y amantes actúan por instinto, empujados por una extraña fuerza irracional, como objetos, mientras que el resto de las personas del encuadre son sujetos que exploran su inteligencia ante el estímulo, ajenos al poder subyugante de la carne. Aquí se encuentran el placer y la muerte, el encuentro y la huída, la fuerza y su torsión, y lienzo y beso son expresión de una misma fuerza vital ingobernable, que en los amantes niega incluso la posibilidad de la mirada: ella, que parece encaramarse hacia el encuentro con el rostro del amante, parece mirar; pero él cierra los ojos, porque el amor no es sino la máxima confluencia de dos miradas, y niega por tanto la posibilidad de la mirada: cualquier distancia focal es infinita. Al igual que los cuentos infantiles nos alertan de los peligros del bosque, un dicho popular aporta otra elemental enseñanza: el amor, se dice, es ciego.
Los amantes de este beso se entrelazan, se transgreden, se aíslan e imponen, son maduros y básicos, expertos, no como los jóvenes callejeros de la otra fotografía de esta serie de Moreno Esquibel de la que se ha hablado en este blog (http://josebalopezortega.com/2013/02/22/besos-una-foto-de-enrique-moreno-esquibel/); con aquella foto existe, más allá de la evidente ausencia de colores, una elocuente coincidencia: en ambas es Afrodita quien triunfa y controla el beso, más alta y ducha y poderosa que su accidental macho. Suyo es el poder y la gloria, y de nuevo la mirada de Moreno Esquibel reconoce y homenajea esa grandeza y esa fuerza. Ese poder.
Pero, si los jóvenes que se besaban en aquella imagen buscaban la eternidad, aquí los amantes salen al encuentro del instante. Ya regresan (¿descreídos?) de aquella entrega que no tuvo mácula ni condiciones. Aquí no se retrata el tiempo en el que todavía se confía, la demora de la seducción, sino la abdicación y la derrota ante el tiempo, derrota que construye lo que normalmente llamamos experiencia. Lo que nos urge. Atrás quedó el amor como poema, pero se abre una prosa inagotable de intensos matices.
Este beso efímero no dura siquiera un instante entre los muros sin tiempo de un Museo, un equipamiento creado precisamente para que el tiempo no transcurra, o al menos no borre algunos aspectos de lo pasado. La escena de la cacería no ha terminado de transcurrir nunca, mientras que el beso acaba de suceder en el momento en que se da. Este es el lenguaje de la fotografía frente al pictórico, y lo que transmite a la fotografía un cierto espíritu retratista y velazqueño: un contagio del Prado.
Hay una última mirada en la fotografía, la de su autor. Mira y ve, e inmediatamente sabe que ese beso es el instante que buscaba. La composición de la fotografía nos conduce a mirar hacia esos labios que se encuentran, ayudados por lo anómalo e infrecuente de un beso dado con decisión apasionada en un lugar tan sacralizado como la sala de un museo. Hacia los amantes mira el fotógrafo, y la potencia del beso se le revela: no como un beso ante un cuadro, sino como un cuadro dentro de un beso.

©Joseba Lopezortega Aguirre, Bilbao, 2013 – http://wp.me/Pn6PL-3p