No he tenido ocasión de conocer personalmente al alcalde Ibon Areso, pero sí he podido observarle en algunas ocasiones desde una cierta y anónima proximidad. Y siempre me ha parecido que Areso era el espejo de mi propio anonimato, y que él también miraba todo desde el respeto y la sombra: discreto, eficaz, sereno, humilde. Unas virtudes que, bien miradas, no son universales o frecuentes ni en el ámbito de la política ni en otros, pero que llegan a chocar cuando se encuentran en un entorno tan peculiar como creo que es la política municipal de una ciudad de cierta dimensión.
Hace unos años, creo que en 1983, visitó el festival de cine de Donostia el actor John Travolta. Ya no era el exitoso protagonista de Grease o Fiebre del sábado noche, sino que se asomaba a un periodo de desolación y derrumbe en su carrera como actor, del que luego se repuso –al menos parcialmente–; pero todavía atraía a la gente con ese imán tan perecedero e infiel que es el éxito en taquilla, y mientras Travolta bajaba las escaleras del Victoria Eugenia todo el mundo miraba hacia él. Aquello era una algarabía. Como mis gustos musicales y cinematográficos y mi forma de vida me hacían sentir escasa inclinación hacia el actor, y como yo mismo era joven e impulsivo, apenas le divisé me di la vuelta con cierta arrogancia. Y allí estaba él: imperturbable, con un enorme habano entre los dedos, mirando la escena desde una indiferencia edificada pacientemente a lo largo de los años. Él había visto muchos travoltas en su vida. Era Samuel Fuller. Aprendí más de aquella mirada que en unas cuantas sesiones de cine de arte y ensayo.
Del alcalde Areso me pregunto cuántos cometas de la política habrán visto sus ojos, y a cuántos de ellos (si no a todos) habrá atendido cortésmente y ayudado, con ese físico menudo que transmite una sensación de cierta indefinible y sólida espiritualidad. Son todas suposiciones mías, pero quizá por haberle visto frecuentemente rodeado de políticos más extrovertidos, él me ha parecido siempre de los que se hablan y se sonríen para los adentros, de los que meditan y sopesan: la antítesis de la arrogancia.
Por eso, al margen de haber sido alcalde como consecuencia del fallecimiento de Iñaki Azkuna, quien quiso morir con el bastón de mando valientemente aferrado pese a caminar desde años antes entre los laberintos insuperables de una enfermedad inmisericorde, me alegra haber visto a Areso como alcalde de Bilbao. Me alegra que alguien de aparente vocación anónima pueda elevarse hasta llegar a dirigir una ciudad sobre la ansiedad de ser notable que creo propia de esos entornos. Creo que en estos quince meses Areso ha sentido que ser alcalde no era un favor que él nos hacía, sino un honor que él nos debía y agradecía; creo que Areso ha querido pisar sin que las maderas nobles crujieran a su paso; creo, en fin, que ha sido un alcalde bueno, personal y singular, y no sólo el engranaje pasajero de un mecanismo sucesorio. Y me alegra francamente que el destino le haya hecho alcalde.
Estas líneas me han surgido al ver la foto que las acompaña, tan impresionante y llena de dorados como el salón del trono de Edoras. En ella, la teniente de alcalde Ibone Bengoetxea va a ponerle al alcalde Areso una medalla, que he deducido que se da como recuerdo a los concejales cuando dejan el consistorio porque tras Areso, desenfocado, hay otro concejal que también parece llevarla. Ved la actitud del alcalde Areso: no hay una mínima sombra de ansiedad o arrogancia, sino una sonrisa de profundo agradecimiento. Sería incapaz de ponerse a sí mismo la medalla, desde luego, pero al mismo tiempo le perturba que otro deba hacerlo, y parece querer ayudar con sus manos, acompañando con su gesto el gesto de Bengoetxea: las manos de ella avanzan, las manos del alcalde han ido y vuelven, y mira al suelo, hacia un punto indeterminado, quizá hacia algún espacio de su propia y larga memoria.
Se habla de un virrey de Nápoles que murió tanto o más pobre en el ejercicio del cargo que cuando fue nombrado, y a quien veneraron los napolitanos como a un santo, porque eran un pueblo secularmente acostumbrado a la escasez y el expolio. Yo creo que Areso hubiera sido un virrey muy querido en Nápoles, y por eso creo que ha sido un buen alcalde en Bilbao, y que el honor ha sido nuestro. Muchas gracias, alcalde Areso.