
Publicado en el suplemento cultural Territorios, de El Correo, el 25 de octubre de 2025
Los restos de Pier Paolo Pasolini reposan junto a los de su madre en Casarsa, en el Friuli, una pequeña localidad hoy volcada en su figura, a la que llegó a los cuatro años desde Bolonia, su ciudad natal. En Casarsa el poeta, dramaturgo y cineasta convivió con gentes sencillas, campesinas, apegadas a su tierra y a sus costumbres, que hablaban el dialecto friulano: para él, Casarsa fue un remanso de autenticidad, marginalidad y resistencia frente al torbellino homogeneizador de la Italia fascista. Fue también un refugio vital esencial para un creador que anticipaba una modernidad reducida, dócil e inexorablemente, a la apoteosis del consumismo posterior a la Segunda Guerra Mundial.
Al trasladarse a Roma, Pasolini cobró conciencia inmediata de la enorme y profunda marginalidad de sus suburbios obreros, las borgate, que devoraban las vidas, tradiciones y expectativas de gentes como las que él había conocido en Friuli. Pasolini compartió su miseria y reconoció en su vitalidad desesperada, en su tenacidad por salir adelante, una forma de inocencia precapitalista y el filón y la meta de su propia producción. De esa inmersión nacieron Ragazzi di vita (1955) y Una vita violenta (1959), novelas que escandalizaron por su lenguaje crudo y su mirada sin piedad.
La expulsión del Partido Comunista Italiano en 1949, tras acusaciones de homosexualidad, fue la primera gran agresión moral de su vida. La vivió como un destierro que le enseñó que su exclusión no era solo política, sino existencial: ser comunista y homosexual le hacía doblemente hereje y le convertía en un intelectual maldito e incómodo, fuera de las reglas y los márgenes del juego cultural y político y expuesto a un enorme abanico de enemigos. “Nadie en Italia ha estado tan solo ni ha sido tan fiel a su soledad”, escribió Italo Calvino días después de su muerte. Esa soledad, ese aislamiento consciente e innegociable, confirió a sus lúcidas manifestaciones una independencia que le sostiene, cincuenta años después de su asesinato, como uno de los intelectuales europeos más sugerentes, comprometidos y lúcidos del siglo XX.
El cine radicalizó su visión y le permitió traspasar las fronteras de Italia, dándole una relativa popularidad, pero sus escritos de denuncia fueron el canal central de sus ideas. Pasolini denunció la desaparición de las lenguas populares, la destrucción del mundo campesino y la conversión de los proletarios en pequeños burgueses ávidos de bienes y mercancías, pero también denunció las contradicciones de las escaramuzas revolucionarias de la izquierda. Tras asistir a enfrentamientos violentos en Roma entre universitarios y policías, en 1968, reconoció a los hijos del pueblo oprimido en los policías, enfrentados a estudiantes burgueses.
Sobre su asesinato en Ostia han corrido ríos de tinta. Fue, desde luego, un final oscuro, reflejo del mismo sistema que había denunciado. Pagó con su vida su rechazo a la complicidad, su negativa a doblegarse. Esta actitud, por sí misma, le dota de un aura que invita a conocer y estudiar su poderoso y complejo legado.





