(El Correo)
Listas sobre canciones poco apropiadas al duelo que vive Estados Unidos tras los atentados del 11 de setiembre especifican qué letras de qué grupos son poco apropiadas en estos momentos, entre ellas “New York”, que hiciera célebre Frank Sinatra. Se puede no compartir la sensibilidad de quienes consideran esa canción poco apropiada a estos momentos, porque se puede pensar que escucharla es un perfecto homenaje a esa ciudad vital, poderosa y libre que sigue siendo Nueva York, con o sin Torres. Pero la recomendación de una poderosa asociación de emisoras de radio está ahí, listando canciones como en otras circunstancias se han indexado los libros prohibidos: una forma coyuntural, si se quiere; de un calado menor, probablemente, pero una forma de censura. La caída de las Torres ha derrumbado no sólo miles de vidas, ha fracturado no sólo la ilusión norteamericana de la invulnerabilidad: ha dado sanguinaria materialización al viejo miedo expresado en filmes como “Que vienen los rusos”, pues los terroristas han llegado, sin duda, y lo han hecho de forma brutal, planeando sobre los sistemas de seguridad más avanzados del mundo hasta estrellarse en el corazón simbólico del sistema político que impera, hoy por hoy, en el mundo.
El agudo nacionalismo de los Estados Unidos, que ahora han exacerbado los atentados, es simétrico respecto al nacionalismo islámico: aunque después se ha abandonado el nombre, la operación que se está poniendo en marcha para castigar a los culpables de la atrocidad se había llamado inicialmente Justicia Infinita: un nombre que cualquier extremista islámico reconocería como harto adecuado a su propia comprensión de las cosas, pues de hecho ellos se inmolan creyéndose vehículos de una justicia también infinita, que emana de su dios. Un empate en el infinito, una simetría aterradora que sólo puede superarse desde la moderación y la razón, que al parecer se están ejerciendo intensamente en los círculos más próximos e influyentes del presidente Bush. En “Juegos de guerra”, un filme de John Badham, la moraleja era que en la guerra nuclear no hay vencedores: si el cielo se transforma en ring, si se busca vencer al contrario creyéndose uno en posesión del puño de Dios, otro de la lanza de la supremacía militar y del destino en lo universal, el resultado será probablemente el mismo. Y este pulso, este enfrentamiento en que ambos rivales se perciben superiores y comparten la demonización del otro, pone en riesgo el progreso económico, muerde hasta el hueso el devenir tranquilo de los trabajadores del Downtown y arroja densas sombras sobre la comprensión y dimensión de las libertades civiles, hasta ponerlas en riesgo.
El Parlamento Europeo iniciaba, a principios de setiembre, debates acerca de los límites a los que deben atenerse los gobiernos en el control de las comunicaciones electrónicas. Sin entrar en la perspectiva del derecho, que es la ciencia de los matices en las definiciones, lo que se debatía era si alguien puede mirar lo que un ciudadano dice a otro y bajo qué circunstancias. El correo electrónico, la más poderosa herramienta privada de comunicación de la que hayan podido disfrutar los ciudadanos, es también la que hace más vulnerable su derecho a la intimidad y la privacidad, pues es fácilmente rastreable. Mientras el Parlamento Europeo hablaba de diques a la voracidad de los gobiernos por conocer –en suma controlar- a su ciudadanía, en aras de la seguridad los más de los casos, las Torres se desplomaban y las autoridades norteamericanas iniciaban la revisión de todos los correos electrónicos emitidos en árabe en los últimos meses: es decir, que entraban a saco en la privacidad de los ciudadanos rastreando pistas, conexiones y culpabilidades. De la misma manera, el Parlamento Europeo entendía que los mensajes puedan interceptarse en caso de riesgo de la seguridad del Estado: la cuestión es saber bajo qué criterios se entiende en riesgo esa seguridad, y cómo se definen y delimitan tantas fuerzas en juego. Sin duda, una apasionante cuestión de derecho y sensibilidad política y social: una propuesta del propio Parlamento señalaba que estará prohibida “la vigilancia electrónica exploratoria o general a gran escala”. Justamente la maquinaria ahora (¿ahora?) puesta en marcha en Estados Unidos. Pues sistemas como “Carnivore” despiertan de nuevo, y quizás esta vez no vuelvan a dormirse: rastrean la red, persiguen la actividad de los usuarios, buscan patrones concretos de forma incesante.
El origen inmediato de estos sistemas está en 1993, cuando, en medio de un enconado debate sobre privacidad y control, un suceso llena de razones a los asesores del presidente William Clinton que defendían estos sistemas: precisamente el atentado con bomba contra el World Trade Center. El rastreo y desencriptación de las comunicaciones empleadas por los terroristas supuso su detención, o al menos ayudó en gran medida. Ese hecho es el principal argumento para el posterior desarrollo de un sistema que, como la operación “Justicia infinita”, también ha cambiado de nombre: ya no es Carnivore, que siguió a Omnivore, sino que ahora ha adoptado el aséptico DCS1000. Según Paul Bresson, portavoz del FBI, “si no se hubiera llamado Carnivore en primer lugar, probablemente no habría habido tanto revuelo”. Cabría añadir que si no hubiera sido empleado antes de ser analizado y legalizado, tampoco. Ahora, sólo cabe esperar que las rigurosas leyes sobre privacidad de los Estados Unidos pongan dique a su empleo, pero al menos circunstancialmente es claro que los atentados del 11 de setiembre dinamitan cualquier dique: incluso echan por tierra la posibilidad de escuchar determinadas canciones en las emisoras de radio.
¿Cabe imaginar que las comunicaciones de ciudadanos libres de toda sospecha puedan ser capturadas en una malla de control? ¿Puede determinarse la legalidad de someter a todo un idioma, el árabe, a la condición de lengua bajo sospecha? La presencia de sistemas como DCS1000, que en palabras de Barry Steinhardt, de la Unión Norteamericana de Libertades Civiles, “si se mueve como un lobo, aúlla como un lobo y tiene el apetito voraz de un lobo, sigue siendo carnívoro”, hace reales las palabras de Bush inmediatas al reciente ataque a los Estados Unidos: es la guerra, que comienza por someter el derecho a la libertad y privacidad de las comunicaciones a un no declarado estado de excepción, salvo –eso sí- que haya una nueva forma de llamar a este viejo enemigo de la libertad.