Foto: ©Quincena Musical-Iñigo Ibáñez

 

Publicado en Mundoclasico el 8 de septiembre de 2017

 

San Sebastián, 23 de agosto de 2017. 78ª Quincena Musical. Auditorio Kursaal. Chun-Wai Wong: As the heart soars. Shostakovich: Concierto para violín y orquesta nº 1, op. 77. Gustav Mahler: Sinfonía nº 1. Vadim Repin, violín. Asian Youth Orchestra. James Judd, director. Aforo: 1806. Ocupación: lleno.

 

Jóvenes, serios, con la voluntad de mostrar la solidez de su música sin perderse en demostraciones jubilosas que nos recuerden lo jóvenes que son, esto es: sin querer granjearse simpatías. Incluso su vestimenta, gris, colabora a hacer de la Asian Youth Orchestra una formación responsable y que se expone al público en términos estrictamente musicales. No hay colorines, ni se bailan mambos, ni los miembros se muestran divertidos. No es una orquesta de jóvenes tahures, sino de jóvenes músicos. Todo en su concierto se atuvo escrupulosamente a ese rigor, comenzando por la elección del programa.

As the heart soars es un encargo pintiparado para abrir los programas de la gira de esta orquesta. Es breve, bonita y efusiva como un apretón de manos bien trabado, no tiene ni mayores complicaciones ni mayor interés. Terminado ese cordial saludo salió al escenario Vadim Repin, violinista más que capaz para el concierto de Shostakovich. El solista hizo lo que se esperaba de él, ni más ni menos, y esto es algo destacable aplicado a este exigente regalo para los oídos, que ha sido reemplazado en otros conciertos de esta gira por el concierto de Bruch. Creo que el público de Donostia puede sentirse afortunado. Judd supo trabajar con sus jóvenes profesores y Repin ofreció un concierto de notable calidad pero escaso compromiso, marcado por una larguísima cadencia. Del conjunto orquestal quizá destacar la calidad de sus maderas, pero no sería justo racanear elogios para el resto de las secciones. Eran todos y todas muy buenos, uno a uno, así que Judd tenía dónde apretar. El problema es que no lo hizo.

Esa falta de decisión, de garra o de convicción de James Judd fue patente en la célebre Sinfonía número 1 de Mahler, hecha de una manera muy ordenada, clara y didáctica. Entiéndase: hecha sólo de manera ordenada, clara y didáctica. El maestro parecía estar en un ensayo, no en un concierto; parecía enseñar a los músicos cuál es el recorrido de la sinfonía y cómo terminarla sin tropezarse, pero lo hacía sobre un mapa, no en el terreno, de modo que la orquesta estuvo siempre muy por encima de la versión. Muy buenos instrumentistas y un maestro corriente: tal pudiera ser el resumen de esta segunda parte del programa. Paradigmático resultó el tercer movimiento, la marcha fúnebre sobre la célebre canción popular infantil. No se vislumbraban ni desolación ni ironía ni juego, de modo que este movimiento abrumador pasó sin levantar vuelo y, lo que es peor, sin prender en el auditorio: rolliza y sin mácula, desprovista de sarcasmo y de danza, así fue esta Trauermarsch. Insulsa, en suma, como el conjunto de una Titan apática en la que quizá lo más positivo reposó en la mesura de maestro y orquesta en los fortísimos, ello en línea con la seriedad y el aplomo con los que evidentemente quiere emparentarse este estupendo colectivo musical.