Leo Nucci en el acto I de Rigoletto. @ABAO-OLBE @Enrique Moreno Esquibel

Leo Nucci en el acto I de Rigoletto.
@ABAO-OLBE @Enrique Moreno Esquibel

Publicado en http://www.mundoclasico.com el 29 de octubre de 2013

Bilbao, 25/10/2013. Palacio Euskalduna. Giuseppe Verdi. Rigoletto. Libreto Francesco Maria Piave (basado en Le roi s’amuse, de Víctor Hugo). Emilio Sagi, dirección de escena. Ricardo Sánchez Cuerda, escenografía. Miguel Crespí, vestuario. Eduardo Bravo, iluminación. Leo Nucci, Rigoletto. Elena Mosuc, Gilda. Ismael Jordi, duca di Mantova. Irina Zhytynska, Maddalena. Felipe Bou, Sparafucile. Coro de Ópera de Bilbao, Boris Dujin, director de Coro. Orquesta Sinfónica de Bilbao. Miguel Ángel Gómez Martínez, director musical. 62ª Temporada de ABAO-OLBE.  Aforo: 2164. Ocupación: completo.

Estaba el ambiente caldeado y el público accedía al enorme auditorio con ganas y excelente predisposición. ABAO ha sabido comunicar este Rigoletto y ha transmitido que se trataba de un acontecimiento excepcional, y así ha cuajado, y eso pertenece plenamente y por derecho a la cultura de la ópera, y merece una sonora felicitación: predisponer para que algo bueno se reciba como grande e irrepetible debiera contar entre las bellas artes.  También tiene su vertiente para la reflexión: una función buena se recibe como un oasis, como un clímax, si se llega a ella tras algunas jornadas de aridez. Y quizá hay que reflexionar sobre el tipo de luz y de sombra que el Rigoletto de Mosuc y Nucci, por este orden, arroja sobre las recientes temporadas de ABAO y principalmente sobre la larga travesía que supone el “Tutto Verdi”: son muchas etapas, y algunas de alta montaña. Este Rigoletto da aire al colosal empeño.

La producción de Sagi, ya conocida en Bilbao, contribuyó a fijar el atractivo de la función en las voces: simple y oscura, siempre fijada en la cara oculta de las psicologías que urden las tramas, el vestido rojo del bufón absorbía todo el interés y devoraba toda la luz de la escena, a la mayor gloria de Nucci; era una atmósfera pesada y maldita, potenciada por cambios de decorados a la vista del público que parecían sugerir que la fatalidad se construye de modo inexorable y con una frialdad mecánica; claro que tanto valdría decir que un telón a tiempo significa que el futuro avanza inexorable e invisible a la razón. Tanto monta. A estas alturas, que la escena no moleste ya es un grado. Otra cosa es que se manipule directamente la psicología de unos personajes cuyos perfiles magníficamente dibujados ya estableció elpropio Verdi. Y aquí Sparafucile, un sicario atento a su propio código de honor, un honrado profesional del asesinato a sueldo que establece límites a su villanía argumentando que jamás ha traicionado a un cliente, con unas frases y unas trazas casi políticas, es mostrado como un sujeto completamente inmoral e incestuoso; y su hermana Maddalena, que se rebela contra su sino de mujer explotada y torturada y que se quiebra las uñas para intentar sostener algunos tabiques de integridad entre tantas ruinas, una joven atractiva que aun cree en el amor y en su remota fuerza redentora, es mostrada como un cebo carnal, sumiso e incestuoso. Estos personajes, sociales, no precisaban de tal barniz: no les aporta nada, y nada suma o resta a la profunda urdimbre teatral y dramática alcanzada en una función completa de ópera.

Es maravilloso ver sobre el escenario a un hombre de teatro de la calidad de Nucci, cuya simbiosis con el jorobado es sin duda memorable. Con astucia e inteligencia, fía buena parte de su Rigoletto a sus dotes actorales, superiores ya a su canto. Su construcción del papel es portentosa en todos los detalles, y logra mostrar los matices del recorrido del bufón por los laberintos fatales de un destino maldito y fatal. Eso el público lo agradece, pues sobre las tablas se percibe a un grande, a un cantante tan profesional y experimentado como para necesitar ser aclamado. Nucci no canta ya para triunfar, sino en función de un derecho a triunfar que cree indiscutible, y que probablemente lo es, ¿pero por cómo canta?. No parece pesar que comience reservón, con un primer acto como de puntillas, en el que su trabajo reposa prácticamente sobre su mera presencia escénica. A partir de ahí va creciendo y se va impulsando, y sabe dónde esconderse y dónde darse como el gran cantante que es. Y necesita bisar, y desea hacerlo por encima de todo –y se le nota, y se le concede-: se hace inevitable y catártico ese encuentro apasionado y ansiado entre el artista que encarna aquellos ecos de una auténtica grandeza y el público que los quiere atesorar, porque siente que se le escapan entre los dedos. Pues bien: también este encuentro casi instintivo e irracional es ópera, y no es contradictorio ni resta un ápice de valor al Rigoletto de Nucci decir que quizá estrictamente no cantó de bis. Vale, pero se lo ganó. Nucci amasó la atmósfera: qué gran artista.

Elena Mosuc debutaba en Bilbao e hizo una Gilda para el deleite, atenta tanto a la dramaturgia como a la exhibición de una técnica de una calidad y amplitud fuera de lo común. Resultó una gran verdiana, con arrojo y fortaleza, y a la vez exhibió un canto frágil, casi etéreo, con un “Caro nome” cumbre en la noche -y en bastantes noches- y con un tercer acto irreprochable, que el público premió debidamente. Supo acoplarse perfectamente con Nucci y con Ismael Jordi, un Duque de prestaciones sorprendentes. No parece que el papel sea el mas adecuado para el tenor de Jerez, pero cantó con un buen gusto y una musicalidad excepcionales, logrando imponer un Duque personal y redondo, de gran coherencia y plagado de estilo. Posee un canto bello, muy bello, que se va entendiendo a medida que la función progresa. Como, por otro lado, todo el mundo conoce “La donna è mobile” y casi todo el mundo aprieta las rodillas (metafóricamente) esperando al agudo final, proyectando cierta ansiedad, basta un problema en ese agudo para que el público refrene unos aplausos que hubieran debido ser mucho más cálidos. El caso es que Ismael Jordi, por su forma de cantar y de entender su papel, resultó la antítesis de Nucci, y ese antagonismo de roles y estilos favoreció a la función, con Mosuc aportando hilazón y coherencia y muchísima clase.

También Irina Zhytynska como Maddalena y Felipe Bou como Sparafucile estuvieron a un buen nivel. Zhytynska sustituía a María José Montiel, accidentada fortuitamente durante la función precedente, y supo encajarse bien en la producción y ofrecer una Maddalena consistente y muy bien actuada. Felipe Bou dio la réplica al Nucci mas crecido de la noche,  y lo hizo con galones. No sólo cantó muy bien, sino que lo hizo al servicio de su personaje, y no de su propio brillo. Esta entrega es encomiable y resultó muy inteligente, porque Bou logró instituir un Sparafucile reflexivo, despierto y pensador: más propio de Hugo que de Verdi. Dentro de los límites de su papel, un trabajo extraordinario y de un valor escénico intachable. Finalmente, el conde de Monterone de José Antonio García resultó fiero y terrible, y la maldición sonó realmente a maldición, como no podía ser menos.

La Sinfónica de Bilbao sonó muy bien, con un corno inglés de nombre Eduardo Benetó que merece ser destacado. Pero tenía delante a Miguel Ángel Gómez Martínez, empeñado en enfriar con la batuta una noche que merecía otras maneras más vivas, más teatrales, más cómplices. En algunos momentos llegó a perturbar la continuidad del drama, frenando la conexión entre escenas, y desconcertando –en todos los sentidos-. Inevitable preguntarse qué hubiera sucedido en el Euskalduna con un director empeñado en aportar vida, expresión y brillo, en lugar de lentitud y sensación de permanente pesadumbre.