La inauguración de la temporada del Metropolitan, en directo en Times Square. Foto: www.metopera.org

La inauguración de la temporada del Metropolitan, en directo en Times Square. Foto: www.metopera.org

 

Artículo publicado en El Correo el 30 de diciembre de 2015

 

Michel Plasson, veterano director de orquesta francés, ha sido galardonado recientemente en los premios líricos Campoamor por su trabajo al frente de tres títulos en otras tantas temporadas de ópera, entre ellas la que impulsa ABAO-OLBE en Bilbao. El premio me ha recordado que hace aproximadamente un año el maestro francés declaraba en una revista especializada: “Desde la política no se ha entendido el valor de la música”. Plasson se refería a la importancia de la música como factor de cohesión social. La pregunta que me suscitó aquella declaración fue: ¿ha hecho y hace la música el esfuerzo preciso para hacerse entender por la política?

No pensemos en la política como el ámbito institucional de decisión y gestión, sino como una realidad global cuya práctica define y compromete al conjunto de la ciudadanía y perfila y condiciona su calidad de vida. Quienes disfrutamos de la música y nos comprometemos y trabajamos por ella ­–lo mismo sirve para otros ámbitos de las artes y la cultura–, no podemos medir el compromiso y apoyo institucional como un hecho aislado y sujeto a un permanente y riguroso escrutinio, sino como parte de una relación compleja en la que la música -y otras artes- debe trabajar para reivindicar su papel como importante rasgo cohesionador y desde luego como pujante sector de actividad económica. De Francia, país natal del maestro Plasson, llegaban hace pocos días unos datos muy elocuentes: la cultura genera en Francia el 4% de su PIB, con la consecuencia lógica en términos de creación de empleo. En España, la cultura supone el 3,5%, un punto más que agricultura y pesca. La música clásica es, lógicamente, una parte de ese porcentaje.

¿Qué debe hacer la música para que se entienda y reconozca su valor? No he citado los premios Campoamor accidentalmente. La ópera, en general y desde luego en el caso bilbaíno, comunica activamente su peso como dinamizador económico, es decir su carácter de industria cultural. Basta con repasar la lista de empresas patrocinadoras y colaboradoras de la temporada de ópera de ABAO-OLBE para entender que en ese ámbito musical se desarrolla un trabajo activo de búsqueda, captación y fidelización de tejido empresarial y social para que desde la política se entienda su valor, tanto en una perspectiva institucional como ciudadana. Esa proactividad implica que, pese a la necesidad de contar con apoyo institucional, se impulsa el retorno a la sociedad de la riqueza que la sociedad transfiere a la ópera. El mensaje inequívoco es que invertir en cultura puede ser rentable. Debe serlo. No es admisible que los gestores den por bueno el carácter de sector plenamente subsidiado y renuncien a la gestión, excepto en la pura administración de los fondos que perciben. Tienen que buscar y producir más: es la diferencia entre la economía y la contabilidad.

Si se piensa realmente que la política no entiende el valor de la música, se acepta implícitamente que la música no se hace valer. No es así. Pese a su costo, las orquestas sinfónicas han logrado sostener la calidad de su actividad en términos al menos razonables precisamente porque los poderes públicos, en sintonía con la sociedad a la que sirven, han entendido que son instrumentos culturales no negociables, y que forman parte irrenunciable de nuestra cotidianidad como ciudad, territorio y país. Al tiempo, los y las profesionales de la música han puesto de su parte esfuerzo en todos los sentidos, y ese esfuerzo también les debe ser reconocido. La crisis, una coyuntura en la que la cultura está particularmente expuesta a la demagogia, se ha afrontado por parte de todos y todas como un trance del que se debían preservar los valores esenciales e irrenunciables de nuestra sociedad. Valorar la cultura es el primer síntoma de madurez de una comunidad avanzada, y se ha demostrado madurez. Ahora toca a los agentes culturales citarse con el futuro, y también en eso se perciben interesantes movimientos: el futuro no se puede abordar desde la pasividad, sólo desde la responsabilidad y la audacia.

La música, obligada a corresponder a la ciudadanía por su esfuerzo, se enfrenta al doble reto de no ser percibida como elitista o minoritaria y de reivindicar su espacio de elemento cultural vertebrador y estratégico. La actividad de los conservatorios y las escuelas de música es más que esperanzadora, es una realidad vibrante y contagiosa, y las grandes infraestructuras musicales deben salir al encuentro de la ciudadanía más allá del inconsistente nexo que proporcionan internet y las redes sociales por sí solas. Recientemente, la Orquesta Nacional de España cambiaba su política respecto al empleo de teléfonos durante los conciertos y pasaba de la prohibición a la recomendación, pidiendo que no se hagan fotos con flash. Es una forma evidente de invitar a que las personas asistentes a un teatro de ópera o a un concierto compartan socialmente su experiencia y su placer. La mejor de las publicidades. Por su parte, la Sinfónica de Galicia, una orquesta ejemplar en su proyección social y ciudadana, continúa ahondando en la retransmisión de conciertos en streaming, y desde los grandes teatros de ópera se retransmiten títulos a salas de cine de toda Europa, Times Square acoge retransmisiones en directo desde la ópera Metropolitan de Nueva York, etc. Es un cambio global fuera del cual el planteamiento de Michel Plasson debe invertirse completamente: pues si no evoluciona, será la música la que no habrá logrado hacerse entender por la política. Se habrá fosilizado.