Fotografía de satélite

 

Artículo publicado en la contraportada del suplemento especial de los diarios de Vocento el 12 de septiembre de 2001

 

Es difícil sustraerse al horror inherente a las imágenes de los asesinatos en masa de ciudadanos norteamericanos y a sus consecuentes lecturas políticas y éticas, que en estos días protagonizan estas páginas. Es difícil no meditar que probablemente estamos ante la muerte de inocentes más fríamente planificada y de más grande escala desde el genocidio judío. Es difícil, ciertamente.
Al margen de las consideraciones y posibles consecuencias políticas, inquietudes de las que desde luego participo, la contemplación de los asesinatos masivos perpetrados en EE.UU. ha supuesto, con probabilidad, la retransmisión televisiva más importante desde la llegada del hombre a la Luna. Contraponer ambas imágenes, la una llena de esperanza y luz y la otra negra de ciegas vehemencias asesinas, basta para meditar la terrible naturaleza de la especie humana, constructora y destructora, amable y asesina, encarnación en suma de los arcanos alados fieles y rebeldes, poseedora del bien y del mal, capaz de luchar contra la enfermedad y de precipitar ante nuestros ojos la imagen de la muerte y la destrucción. La televisión, no ya en retransmisiones de todo punto extraordinarias, sino en su ordinaria cotidianeidad, ejemplifica en sí esa dualidad extrema, y en sus momentos de alto vuelo como en sus momentos de descarnada podredumbre no es sino metáfora de nuestros extremos: en realidad, de los extremos que habitan en cada componente de toda una especie.

Tanto la televisión como el cine reconstruyen o generan iconos de forma incesante. Las imágenes de la caída de las Twin Towers superan cualquier icono imaginario, dado que documentan un suceso que se sitúa más allá de lo imaginable y, al hacerlo, implantan para siempre algo real, algo que no sólo ha sucedido –pues comenzamos a creer en la realidad de las cosas cuando ya son pasado- sino que de hecho, al retransmitirse en directo, está sucediendo. Eso las transporta más allá de lo inmediatamente creíble, y las cosas que no se creen mientras se ven son, precisamente, las llamadas a ocupar un lugar crucial en la historia. Así, las imágenes de estas masacres son históricas para todo y todos , y en primer lugar para la historia de las propias televisiones y, por extensión, de todos los medios de comunicación.

El icono de la destrucción y la muerte se ha posado sobre un icono sin duda más amable. Las Twin Towers estaban construidas en la parte más antigua de Manhattan, rodeadas de edificios bajos en comparación con su enormidad. Eran un complejo arquitectónico magnífico y coherente con el paisaje de Nueva York, y eran edificios de aspecto y presencia pacíficos. Desde Liberty Island, desde el emplazamiento de la estatua de la Libertad, sólo unos cientos de metros separaban, hace unas horas, el icono de la esperanza para tantos y tantos como llegaban a Nueva York por mar, de la imagen de la desesperanza misma: una lengua de agua calma, un emblema de una humanidad en fuga y sometida a mareas, que se duele porque tiene motivos sobrados para dolerse o celebra, porque encuentra motivos suficientes para alegrarse: así, las imágenes de los niños palestinos celebrando los atentados, como en nuestras tierras se celebran los éxitos deportivos, son por vía contraria imágenes sobre las que también hay que meditar, pues claman que de una forma u otra es preciso un encuentro profundo. Si la profundidad de ese encuentro debe articularse sólo en torno al concepto de la seguridad es algo que apunto para que quien quiera reflexione.

Toda la zona de Manhattan afectada era particularmente hermosa. Miles de vidas han tributado con su vida a la magnificencia de las Torres y a la belleza inexpresable del cielo de Manhattan, para mi uno de los paisajes más hermosos del mundo, cuajado de las divinidades paganas, de los becerros de oro de la civilización occidental. Nueva York ha pagado en inocencia y horror al ser escogida por ser la ciudad central del mundo, el crisol, el símbolo de una civilización altamente valiosa y tristemente imperfecta, que llama a dos Torres con inequívoco orgullo Centro Mundial de Negocios. Respecto a Nueva York todo es periferia, y en el extremo más alejado de ese centro se encuentran los que perpetran y celebran la masacre, que a su vez sufren masacres: pero estas no siempre son retransmitidas. Si la brutal destrucción de las Torres contrasta con la apacible y jubilosa imagen del Apolo en la Luna, ambas imágenes contrastan, en cuanto tales, con la carencia de imágenes provocada por la censura militar imperante en la no tan lejana Guerra del Golfo. El derecho a ver, a verlo todo, es indisociable de la libertad. Incluso en medio del dolor de estas horas, cabe recordar que el presidente de los Estados Unidos habla de cuna de las libertades cívicas en una nación que secuestra a sus ciudadanos la posibilidad de medir su propia violencia. El origen del odio siempre es complejo, tanto como es simple comprender que los muertos de cada uno no son, en modo alguno, los muertos de los otros. El encuentro profundo al que me refería quizás sea alcanzable sólo si se parte de este tipo de evidencias.