Publicado en www.mundoclasico.com el 5 de enero de 2015
Bilbao, 22/01/2015. Sociedad Filarmónica. Jerusalem Quartet. Alexander Pavlovsky, violín. Sergei Bresler, violín. Ori Kam, viola. Kyril Zlotnikov, violonchelo. Dmitri Shostakovich: Cuartetos de cuerda números 3, 7, 13 y 14. Aforo: 930 localidades. Ocupación: 80 %
En primer lugar, es obligado decir que al día siguiente del mencionado en la ficha, el viernes 23 de enero, el Jerusalem hizo los cuartetos números 2, 9 y 15, y al parecer de una forma maravillosa. Quien esto escribe no pudo asistir a este segundo programa por causas forzosas, y mucho lo siento; pero quede constancia: con el número 15, como por otro lado es lógico, el Jerusalem culminaba la integral de los cuartetos de Shostakovich, ofrecida por la Sociedad Filarmónica de Bilbao a lo largo de cuatro programas en dos temporadas consecutivas. La Sociedad merece el más efusivo reconocimiento y el más sincero agradecimiento por programar esta integral en la histórica y prestigiosa sala de conciertos bilbaína.
Hace poco más de un año, el Jerusalem Quartet ya dejó constancia de su visión de los cuartetos como propuestas musicales que se van alejando inexorablemente de su contexto histórico para establecerse como piezas autónomas, arrebatadas y/o indiferentes a las coyunturas, fiadas a una calidad de escritura que hace prescindible cualquier tentación programática, si bien se entrelazan inevitablemente con buena parte del siglo XX soviético como la hiedra, el tiempo y un caserón deshabitado. Se diría que en este año, el Jerusalem ha seguido evolucionando, y haciendo que Shostakovich evolucione. El número 3, de una belleza ingrávida, casi bucólica y preñada de inocencia, hizo que las cualidades del Jesusalem quedaran establecidas firmemente desde los primeros compases: perfectamente compenetrados, con gran delicadeza, conscientes de la atemporalidad y por tanto de la rigurosa modernidad de la partitura, leves, quizá -insisto- incluso más depurados y limpios que un año atrás. Estos cuatro excelentes instrumentistas no construyen su propuesta entre los cuatro, sino desde los cuatro: las partes dejan de existir, los instrumentos no se suman, sino que se fusionan: cada uno es indispensable, y a la vez cada uno es conmovedoramente deudor de los demás. Puro Shostakovich: furioso, rebelde, scherzando en el Allegro non troppo; trazando graves tensiones soterradas y yuxtaponiendo esfuerzos en el Adagio, en el que Ori Kam y Zlotnikov llegan a un límite de inteligentísima contención: no tocan para lucirse, tocan para mostrarnos lo bien que hacen lo que les toca hacer, pero no buscan ni guiños ni complacencias. Nota a nota, el Moderato cierra el número 3 con una belleza extrema, en un esfuerzo sostenido y extenuante que parece levantar en la sala un aguja vertical e infinita, un pináculo indescriptible en palabras: pero bien, estaba allí, aunque podía escucharse bajo muchas formas distintas. Verbalizarlo es incurrir en cualquier inevitable analogía.
El número 7 es de una intimidad casi obscena, abrumador y obstinado, con su tercer movimiento lleno de líneas tensionadas, de llamadas y despedidas, de trazos y caminos sesgados y desesperanzados. Hay mucho en él de voluntad y tesón, y es la expresión de una evidencia: hay música, en realidad casi toda la música, que sólo puede entenderse y escucharse en directo. El número 7 resulta paradigmático en ese sentido, porque abre y exhibe toda la grandeza de la música de cámara como momento a vivir, y todo el poder del cuarteto como una de las más rematadas y completas formaciones musicales.
En el número 13, Ori Kam aporta su sonido de forma grave, consciente, madura y brillante. El propio Shostakovich veía desaparecer a toda una generación, precisamente la que él identificaba como su propia referencia, y hay en este cuarteto una parte de nostalgia y elegía. En manos del Jerusalem no resulta autobiográfico, sino maduro autorretrato. No es lo mismo. Hay en la versión de este cuarteto por el Jerusalem mucho de incredulidad, de mirada absorta, de lucha contra la perniciosa tentación de acomodarse en la memoria, en la remembranza. Se acarician por algunos momentos terrenos de virtual claudicación, de derrota, pero esa línea no se llega a traspasar: la música se superpone con soberbio poder liberador al patrón lógico de la tristeza o la añoranza. Nadie mejor que Shostakovich para entender que la aceptación del destino y las ganas de vivir son anatagónicas. El trabajo del violonchelista es clave, porque él establece el centro de gravedad anímico, el pulso vital de este prodigioso décimo tercero. Zlotnikov y sus compañeros contienen la inclinación de esta obra a caer al abismo de la angustia: todo es limpio, todo frágil, todo fugaz. Sublime.
El cuarteto número 14 enuncia dos certezas: la primera, que la vida tiene fin; la segunda, que la música no. Una evidencia del poder subyugante de Shostakovich en manos del Jerusalem es que a lo largo de todo el programa, particularmente en la segunda parte, no se escucha ni una sola tos, y a fe que las toses abundan en esta tierra y estación. El clima, la sensación cuando la tarde se acerca a su finalización, es de participación en una liturgia profana, en un acontecimiento musical memorable. El violonchelista interpreta en el Allegretto inicial un verdadero discurso moral, y la música expresa que la mirada del compositor y la del siglo XXI están alineadas ya en el horizonte. Se percibe que hay mucho de aceptación en el compositor, que no de sumisión, y que el camino ya recorrido va dejando atrás las largas caminatas por la historia, los equilibrios ideológicos, los frágiles escondites vitales. Toda incertidumbre, toda oposición van quedando atrás; el combate vital como tal se da por concluido. El compositor ha visto nacer y morir demasiadas cosas y personas, ha vivido la guerra y la paz umbría de su resbaladizo país, al que también ha alentado e impulsado. Shostakovich es ya un artista lúcido, sabio y cansado. También guarda memoria de su rabia, y también le corresponde al violonchelista expresarla; pero pronto renuncia a esa rabia, que es más un eco que una expresión vigorosa. El Jerusalem Quartet lo dice todo con una claridad diáfana: de sus cuerdas surge el relato palpable del tiempo transcurrido desde que Shostakovich compusiera su Cuarteto número 1 en 1938. Ni una tos, sólo notas que pueden palparse y paladearse. Si la historia puede encerrarse en una partitura hasta llegar a ser olvidada como causa, la música puede encerrarse en un puño hasta ser liberada como feliz y despreocupada consecuencia. Ese es sucintamente el trabajo del Jerusalem: abrir las manos para que la música nos atrape, y mantenernos felizmente encerrados entre sus dedos hasta ser gozosamente liberados con la última nota, y sólo después de la última nota.
©Joseba Lopezortega Aguirre, Bilbao, 2012-2015– http://wp.me/Pn6PL-3p