Crítica publicada en http://www.mundoclasico.com el 05 de septiembre de 2014
Donostia-San Sebastián, 30/08/2014. 75ª Quincena Musical. Auditorio Kursaal. Johannes Brahms: Sinfonía número 3 en fa mayor; Sinfonía número 4 en mi menor. Budapest Festival Orchestra. Ivan Fischer, director. Aforo: 1806. Ocupación: lleno.
Merece la pena comenzar por la propina. Al término del programa, Ivan Fischer anunció al público de San Sebastián que la Budapest Festival Orchestra iba a interpretar Abendständchen, la primera de las Tres canciones, Op. 42 de Johannes Brahms, una obra para coro mixto. Los profesores de la Budapest se pusieron en pie y se reorganizaron alrededor del maestro y cantaron a seis voces no con gran calidad vocal, pues no es su oficio, pero sí con indiscutible musicalidad y fascinante sencillez. No era un golpe de efecto. Abendständchen era un colofón festivo para un concierto exigente, y también una declaración de principios. Allí estaban en pie, uniendo sus voces en el escenario, profesores y profesoras que ya despojados de sus instrumentos parecían desnudos; recordaban un grupo de amigos y amigas de esos que, tras algún tiempo, se han reunido y se reconocen y cantan con alegría. Cantemos, sugería Fischer con sus manos, pues esto es la música en su esencia, en su radicalidad: cantar y celebrar, y esto es también orquesta: etimológicamente, el espacio físico en el que se danza y se canta. Pues bien, ciudadanos músicos: cantemos como iguales. Y la Budapest mostró, cantando, la gran orquesta que es tocando. Y Fischer, con la ligereza con la que una estilográfica puede oficializar un denso manifiesto tan solo trazando una firma, nos dijo a todos: es posible una música sin estrellas ni luces deslumbrantes; es posible una música al servicio de la propia música, la más simple y gloriosa, esculpida en tablas de arcilla, y es mas fuerte y mas antigua y perdurable que un ídolo fundido en oro; este es el grupo que cuando canta se entrelaza y se despoja de artificios y muestra su goce, su musicalidad natural, vital; así se esculpe, delicadamente, pacientemente, el mismo colectivo que hasta hace unos minutos recreaba el gran paisaje sinfónico brahmsiano con unas interpretaciones memorables de las sinfonías Tercera y Cuarta.
¿Por qué el público de Quincena Musical fue menos efusivo que con Nézet-Séguin? Porque el montrealés deslumbra, y ese es su juego: derrochar luz para engrandecerse, para erigirse en estrella. La vocación de Fischer es diametralmente opuesta. Es discreto incluso recorriendo el escenario hasta el podio, que en el auditorio del Kursaal resalta por su indefinible color hueso, de inevitable aspecto avejentado; y es discreto, casi humilde, recibiendo ovaciones; lo es también cuando dirige, con un respeto encomiable a la partitura, a la orquesta y al público. Delante de él su instrumento, su propia creación, un organismo de respiración casi orgánica, una hydra de ochenta cabezas con la que alumbra y dimensiona un Brahms maravilloso. Qué gran simbiosis la de una orquesta tan grande que canta tan en pequeño y un director tan mesurado que dirige tan en gran maestro.
El estado de la Budapest Festival Orchestra es magnífico sección por sección, no merece la pena extenderse. Tienen tan interiorizados los deseos y mandatos de su maestro que juntos evocan las grandes frases del mejor Abbado, tanto en los tiempos y la claridad global como en las responsabilidades individuales: conjunto como suma de solistas, con cada nota y cada solo matizados y elaborados de forma cuidadosa, atenta, perfectamente individualizada y consciente del por qué y de la intención de su propio sonido, de su propio papel, de forma que todo es pura fluencia. Un monumento vivo a la tradición austrohúngara, en suma, tan enfocada a la delicadeza y a la medida, a la precisión y la exquisitez y lo sutil. Budapest y Fischer recuerdan, involuntaria e inevitablemente, que no es lo mismo asistir a un banquete de mantel de hilo que divertirse en una barbacoa. También nos dicen que elegir dónde cenar siempre es libre, por supuesto, pero que su apuesta no está en acechar en el deslumbramiento para engatusar con guiños, sino en aguardar en la sencillez, la calidad y la solvencia.
Fischer es un maestro maravilloso. Si su producción con la Budapest cuenta entre las mas valiosas aportaciones en desarrollo del catálogo discográfico y ello en varios compositores, su directo es de una calidad pasmosa. Brahms resultaba al mismo tiempo un descubrimiento y un reconocimiento íntimo y emocionante, porque era Brahms: sólo los grandes maestros tienen la capacidad de hacerte escuchar por primera vez lo tantas veces escuchado. El Andante de la número 3 fue increíble, como lo fue el cuarto movimiento de la número 4. Toda la velada fue un placer, un deleite y, ante todo, una demostración de la pluralidad de la música sinfónica. No todo son fútiles monarquías absolutas. Fischer y Budapest son proclama de la música como arte liberador y placentero: la consecuencia de un gran trabajo. Brahms como recompensa, la música como res publica, y una noche memorable para Quincena Musical.
©Joseba Lopezortega Aguirre, Bilbao, 2014– http://wp.me/Pn6PL-3p