Publicado en Mundoclasico y Klassikbidea el 26 de octubre de 2015
Bilbao, 09/10/2015. Euskalduna Jauregia. Joaquín Achúcarro, piano. Orquesta Sinfónica de Bilbao. Director: Erik Nielsen. Stravinski: Sherzo fantastique, op.3. Manuel de Falla: Noches en los jardínes de España, para piano y orquesta. Chaikovski: Sinfonía Nª 5 en mi menor, op. 64, opus 14. Aforo: 2164. Ocupación: lleno.
Iniciar temporada con el bilbaíno Joaquín Achúcarro tocando las “Noches…” de Manuel de Falla y con la Sinfonía número 5 de Chaikovski no pasará a la historia de la Sinfónica de Bilbao por la audacia del programa, pero deparó una noche de interés y supuso un éxito indiscutible para el pianista, para la orquesta y para el joven maestro Erik Nielsen, que se estrenaba como director en la que es su primera temporada como director artístico y musical de la agrupación vasca. Por emplear un símil gastronómico, el concierto fue como ir a un restaurante tradicional, de los de toda la vida, y encontrar las mesas llenas de comensales (hermoso espectáculo el gran auditorio del Euskalduna lleno a rebosar escuchando a la orquesta) y cenar bien, de hecho muy bien, y contemplar cómo la conservadora cocina era aclamada generosamente por los asistentes, atraídos en masa y en justicia por el reclamo del pianista.
Abrió la noche el “Scherzo fantastique” de Stravinski, un divertimento musical en el que quedaron de manifiesto, una vez más, los principales rasgos del depurado estilo del maestro Nielsen: extremadamente atento a la limpieza del sonido, muy controlador y preciso. Esa atención permanente, esa vigilia sobre el podio, no impidió que el Scherzo transmitiera sus evocaciones de juego, travesura e incluso una cierta malicia, pero el Scherzo fue, ante todo, una delicia musical, un regalo y una elegante tarjeta de visita, además de una sensata manifestación del gran poder latente bajo esa aparente inocuidad: Stravinski.
La vinculación de esa obra de Stravinski con el Falla de “Noches en los jardines de España” tiene mucho de biográfico, como exponían las irreprochables notas al programa. Toda la primera parte del programa pertenecía a una misma esfera musical y cultural, y el pianista Achúcarro lo subrayó ofreciendo como propina “Fuegos articiales” de Debussy, músico tan influyente en el compositor ruso, por un lado, y también título de la obra que Stravinski estrenó junto al Scherzo en el seno de uno de los míticos conciertos del ucraniano Alexander Siloti. Qué decir de los “Fuegos artificales” que regaló Achúcarro. Fueron impresionantes: no por su exactitud, no por su musicalidad, sino por cómo la música brotaba como en un manantial de sus manos y de su cuerpo, ya tan menudo pero tan vigoroso y bien gobernado por su gran inteligencia musical. Esa forma innata de tocar, ese don, es el sello de los grandes. Fue una propina llena de sentido y calidad, y además estaba justificada porque Achúcarro, después de todo, tocaba una vez más en su casa. Bien y en su casa.
Antes había tocado las “Noches…”. Nielsen es un excelente concertador, probablemente por su trabajo y experiencia en los fosos, y supo envolver el pianismo de Achúcarro permitiendo que el instrumento se escuchara. Esto, y hay que decirlo para lectores y lectoras no familiarizados con las dimensiones y caprichos acústicos del Euskalduna, representa de por sí un éxito del director. Su trabajo fue claramente de menos a más, pero fue bueno en conjunto, y también lo fue el del concertino, Markus Tomasi, y en general el de toda la orquesta, que como luego comentaremos manifestó una sensible mejora en distintos aspectos respecto a la de hace sólo unos meses. Volviendo a Achúcarro, ya en “En el Generalife” expuso intención, consistencia y una notable potencia. Cierto que no posee las facultades de otros tiempos, pero mucho en él permanece como ajeno al paso de los años, y las “Noches…” parecen emanar de una figura olímpica. Su poder fue más claro en “Danza lejana”, ya con Nielsen más afortunado, y se expresó con obstinación y delicia. El pianista se gusta al piano, continúa amando su oficio y su instrumento. Es todo lo contrario de un músico rutinario, hastiado o descreído, y ese es el secreto de su irreductible juventud. Y se genera así un trance musical hipnótico, memorable, con la orquesta ya plenamente elevada y el sonido de “En los jardínes de la Sierra de Córdoba” sereno, fluido y confiado, casi un idilio: el mismo que mantienen y renuevan en cada cita Achúcarro y Bilbao, la gloria y su cuna.
Tras el intermedio era el turno de la Sinfonía número 5 de Chaikovski. Si algo puede decirse de Nielsen es que sabe perfectamente el sonido que busca, en el que priman la delicadeza y el equilibrio por encima del temperamento, con la consecuencia de elevar la belleza formal del ruso por encima de su pathos: hizo un Chaikovski precioso, pero desprovisto de conflicto, como pasado por el diván del psicoanálisis, trabajando maravillosamente las cuerdas y maderas y también amordazando –doblegando- un tanto a los metales. El Andante cantabile fue, lógicamente, el paradigma de ese entendimiento: logró una belleza de gran pulcritud, un sofisticado lirismo labrado sobre unas cuerdas que sonaron como es difícil recordar en la BOS, y sobre un tiempo lento y unas dinámicas sinuosas, etéreas y quizá algo frías y distantes. La orquesta cuenta con un maestro de fuerte criterio y personalidad, no hay duda. Y sobre la orquesta cabe decir algunas cosas. La primera que el trabajo del trompa solista, Luis Fernando Núñez, fue sencillamente maravilloso, y que también lo fue toda la noche el trabajo del oboísta Nicolas Carpentier, enseñoreado en el seno de unas maderas que el maestro conoce íntimamente y mima y que respondieron fantásticas en su totalidad. La segunda, que las nuevas y numerosas incorporaciones a la BOS que se anunciaban en el propio programa han mejorado sustancialmente las cuerdas, que ahora son más sólidas y dúctiles, claramente mejores y más equilibradas y cohesionadas, y que previsiblemente se beneficiarán del trabajo de Nielsen mientras se extienda su compromiso con la formación bilbaína. Finalmente, hay que reseñar que la BOS cosechó una ovación de las que se recuerdan, y ante ese hecho cabe disipar las dudas propias sobre un Chaikovski de indudable calidad, pero servido muy frío y en sorbos lentos y de insólita transparencia.