Este artículo lo publiqué en El Correo y otras cabeceras de Vocento en septiembre de 2002, con motivo del primer aniversario del 11S. Lo he encontrado revisando contenidos en un antiguo disco duro y al releerlo he pensado que más de 12 años después cambiaría pocas cosas y que bastantes de las reflexiones que hacía las creo vigentes.

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Desconozco si los ciudadanos norteamericanos consideran el atentado contra las torres gemelas del 11 de septiembre de 2001 un suceso más o menos grave que Vietnam, la playa de Omaha o haber arrojado la bomba atómica sobre civiles japoneses, aunque lo cierto es que la cercanía pesa más en las decisiones que el cansino ejercicio de la memoria, como evidencia que una encuesta en Gran Bretaña, relativa al quinto aniversario de la muerte de Diana de Gales, la sitúa como el suceso más luctuoso del siglo XX para los británicos, por encima de las guerras mundiales y tantos avatares de una gravedad a todas luces mayor. En 1995, el quincuagésimo aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial apenas fue rememorado por las potencias vencedoras, porque remover la memoria de la sangre en tiempos de rosas no parece oportuno, ni cabal: es como mentar a la bicha en un mundo en el que, pese al progreso, un islote desolado pone a dos países vecinos a airear el garrote de sus legiones.

El tono discreto que rememoró la victoria aliada poco tiene que ver con el aluvión de información que rodea el primer aniversario del atentado contra las Torres. Si en 1995 se juzgó inconveniente la memoria, ahora se juzga imprescindible el recuerdo, acaso porque mantener viva la afrenta alimenta el fuego de la venganza, alentándola. Vemos cómo los canales de televisión exploran cada detalle de la caída de las torres, cada cuartel de bomberos y cada vídeo capturado a la organización terrorista islámica autora del desastre, anunciando planos nunca vistos, secuencias inéditas y encuadres vertiginosos en forma de toda clase de programas especiales, como si se tratara de la edición del director de un largometraje previamente mutilado por la distribución. Se traspone el recuerdo para acariciar el fetiche, alentando un morbo frívolo que tiene que ver tangencialmente con la gravedad del asunto, pero nítidamente con su esplendorosa fotogenia: las Torres cayeron de golpe, lo cual las aupó a conducir a un cambio en el orden mundial (los Bush parecen abonados a enunciar nuevos órdenes), mientras que los palestinos, que no tienen torres que se caigan, mueren en cuentagotas y proporcionan un material audiovisual de segundo orden y que siempre parece que hemos visto con anterioridad: casas de cemento, suelo de tierra y sangre reseca; la caída de las Torres no descubrió el terrorismo, pero lo aupó al estrellato mediático y político, de forma que el enemigo a batir ahora es difuso, aunque mate con concreción y forme un eje del mal de resonancias medievales, motivando cambios gruesos (y otros sutiles) en el tejido ideológico, trabajándose a la opinión pública a través de nuevas y nuevas remesas de planos jamás vistos del suceso más televisado y visto de la historia.

Si nada más producirse el ataque frontal a las barras y las estrellas la industria cinematográfica consideró púdico eliminar de “Spiderman” los planos en que este hombre insecto tejía entre las Torres, un año después la misma industria nos propone “Pánico nuclear”, un estremecedor alegato del terrorismo de Estado. En esta película, al margen de sus hipotéticas cualidades cinematográficas, un neonazi austriaco logra detonar, a través de un canal ruso, una bomba atómica israelí cargada con plutonio estadounidense y recuperada por activistas islámicos de las arenas del Golam. Una ensalada un tanto confusa, qué duda cabe, con un final estremecedor: esclarecidas las culpabilidades y responsabilidades de la salvaje destrucción que la bomba causa en Baltimore, los servicios secretos ejecutan a los responsables fuera del alcance de los tribunales, mediante tiros en la nuca, bombas en los automóviles y estrangulamiento. La ejecución sumaria suplanta a la ley, algo que parece soñar despierto el actual presidente norteamericano, que busca en las Torres el amparo para una patente de corso o, si se prefiere, una licencia de gendarmería planetaria por la cual, por ejemplo, sus ejércitos quedarían fuera del alcance de los tribunales internacionales. Delenda est Cartago.

Corren tiempos de cólera sobre el amor a las libertades civiles. La segregación de personas por motivo de adscripción religiosa o étnica nos trae a la memoria, al margen de disparidades, las llamadas Leyes de Núremberg; la detención sine die de sospechosos y su confinamiento sin juicio recuerda idénticos tiempos; si un ápice del bombardeo informativo sobre las Torres se dedicara a recordar el aniversario de cada muerte inútil como han causado en los últimos años las ideologías neofascistas en todo el mundo, llámense de izquierda o derecha, sean de Estado o de corpúsculos, descubriríamos atónitos cómo los nombres se amontonan cada día hasta inundar el tiempo informativo. Y no son muertos de papel cuché ni candidatos a fuentes erigidas por suscripción popular, como la princesa Diana, sino muertos cuyo nombre hemos olvidado, muertos que no caen de lo alto, sino que yacen donde viven, a ras de suelo, sin nombre, sin memoria, sin esperanza o monumento. Recordemos las Torres, pero no olvidemos las zanjas anónimas de las cunetas, los tiros en la nuca de las arboledas, los helicópteros sobrevolando, cargados de misiles, las esperanzas de los pueblos secuestrados que al parecer equivocaron su bando y con toda evidencia perdieron el derecho a su tierra. Recordemos, en fin, la magnífica síntesis que hizo de la situación Woody Allen hace un año, cuando se le preguntó por el atentado del World Trade Center: “Estoy en shock, pero no estoy sorprendido”. De acuerdo a una tradición que se remonta al final de la Primera Guerra Mundial, los norteamericanos van a continuar trabajando en términos de enfoque estratégico global, siendo por tanto la cuestión no si lo harán o no, sino hasta qué punto ese enfoque priorizará sus propios intereses sobre el derecho a vivir de todos los pueblos de la tierra, olvidando acaso que los muertos de cada uno no son los del otro, ni duelen igual. Francamente, entre tanta muerte la de Diana me parece la más irrelevante, digan lo que digan las encuestas y cualesquiera sean los fastos de su aniversario.

©Joseba Lopezortega Aguirre, Bilbao, 2012-2015– http://wp.me/Pn6PL-3p