Publicado en Mundoclasico el 31 de mayo de 2017
Bilbao, martes 16 de mayo de 2017. Teatro Arriaga. Vaughan Williams: Obertura de The Wasps. Rachmaninov: Rapsodia sobre un tema de Paganini. Elgar: Sinfonía número 1. Stephen Hough, piano. BBC Philharmonic. Director: Juanjo Mena. Aforo: 1.200. Ocupación: 75%
Dieciséis primeros, catorce segundos, doce violas, diez cellos y ocho contrabajos: tal era la imponente sección de cuerda de la BBC Philharmonic sobre el exiguo escenario del Teatro Arriaga, así que podría decirse que el aspecto de la tarima era un tanto abigarrado, con músicos literalmente ocultos en los reducidos hombros. El lugar natural de celebración de los conciertos sinfónicos en Bilbao es el Euskalduna, pero el regreso de Mena a Bilbao se materializó en el histórico teatro a la italiana del Casco Viejo bilbaíno. Fue una elección oportuna: Mena y su orquesta no llenaron el Arriaga, con la platea cubierta pero con los pisos de palcos mondos o casi, y ese mismo público trasladado a la enormidad del Euskalduna no hubiera resultado un éxito, sino que hubiera parecido un fracaso -sin serlo: pero con la respetable cifra de 1.000 asistentes, un concierto en el Euskalduna parece una catedral cerrada al culto-. De modo que en esa caja grana, aterciopelada y recogida que es el Arriaga, aconteció lo que prometía ser un acontecimiento musical en la vida musical bilbaína.
Musicalmente no lo fue. La buena orquesta BBC Philharmonic está lejos de la calidad de las más reputadas orquestas británicas, y Juanjo Mena no tuvo una noche ni brillante ni convincente, vencido quizá por las muchas claves emocionales que concurrían en la cita. Algunas de esas claves también embargaron al público al reconocer al maestro de siempre en toda la amplitud y profundidad de su estilo, como si los años no hubieran transcurrido: Mena era Mena en su forma de caminar hacia el podio, en su forma de dirigir, incluso en su característica forma de hablar, tan acentuada como antaño pero pasada por el tamiz de su estadía británica. Sigue Mena generoso, pasional, doblándose hacia los atriles, con esa energía que parece que en cualquier momento le va a elevar unos palmos sobre el podio y que le da cierto aura de bien producida trascendencia. Mena es un maestro que transmite una enorme energía musical de un modo muy físico y a la vez muy controlado. En eso no ha cambiado, sólo ha profundizado y mejorado.
La Obertura de The Wasps es bonita e intrascendente a partes iguales, y no entraña dificultades ni para la orquesta ni para el maestro, ni tampoco propicia un gran lucimiento. En el Arriaga se escuchó bien, hecha con claridad, y sirvió para dejar clara la solidez de un conjunto profesional y el oficio de su maestro para instantaneamente quedar olvidada y a otra cosa, pues otra cosa fue la Rapsodia de Rachmaninov en manos de Stephen Hough, ya conocido en Bilbao por su visita a la temporada de la BOS hace unos años y por sus presencias en la Sociedad Filarmónica. Hough estuvo magistral, abriéndose con brillantez a la obra y al diálogo con la orquesta y haciendo una Rapsodia de una -falsa- sencillez apabullante. Hough toca para el mundo tocando para sí, con un virtuosismo sereno y cabal, concentrado en su oficio y sumergido en ese cosmos a la vez reducido e ilimitado que los grandes pianistas crean con su instrumento, y que es ajeno a las palabras. Brillante Hough, dando al público la cima de la velada con una obra que no es fácil, y que en términos generales fue bien ejecutada por la orquesta, pese a algunos mínimos desencuentros y a un tono general demasiado pulcro y algo lineal en la versión.
La sinfonía de Elgar fue otra cosa. Se hizo rauda, desprovista de la atmósfera anhelante característica de Elgar, primando la presencia sonora sobre la invitación y la sugerencia. No siempre se disfrutaban los planos sonoros, con Mena exponiendo con potencia y derroche de energía una obra que de por sí es un exponente de exuberancia orquestal. El resultado fue que en el Andante, como más tarde en el Allegro del cuarto movimiento, la sinfonía parecía desarrollarse en términos de vida propia, como si fuera un ser animado, grande y autónomo. El Adagio, por su parte, se hizo con un lirismo imponente. Al final de este tiempo, Mena se exhibió: parecía estaxiado, manejando la batuta con desmayo, en una danza lenta que se rinde al silencio. Era el sello del estilo del buen maestro Mena, que afloraba así en una versión indecisa que no estuvo a la altura de una primera parte del programa en la que Hough, siempre discreto y se diría que con voluntad de pasar por opaco, brilló intensamente.