Crítica publicada en http://www.mundoclasico.com el 26 de mayo de 2014
Bilbao, 16/05/2014. Euskalduna Jauregia. Lilli Paasikivi, mezzosoprano. Michael Weinius, tenor. Orquesta Sinfónica de Bilbao. Günter Neuhold, director. Franz Schubert: Sinfonía en Si menor, D.759, “Inacabada”. Gustav Mahler: “La canción de la tierra”. Aforo: 2164. Ocupación: 90%
La Sinfonía en si menor de Schubert, «Inacabada”, posee una belleza y una popularidad legendarias. Exige una perfecta convivencia entre secciones, entre la orquesta y el maestro, y entre escenario y público: es una obra integradora, amable y bella, que nos asoma al placer de la música y al mismo tiempo anticipa muchos caminos sin retorno, particularmente en su Andante. En la noche del viernes, Bilbao escuchó una Inacabada sólida y redondeada, sometida a un control riguroso, y al mismo tiempo de cierta parquedad expresiva. Pero así es Neuhold. Como sucedió después en la cumbre mahleriana La canción de la tierra, el austriaco va trazando un camino que no es ni evidente de inicio ni fácil de transitar. No invita a escuchar, no es un maestro amable, simplemente sugiere la necesidad de hacerlo. Poco a poco exhibe texturas y tensiones, y lo hace de manera diáfana y progresiva, alcanzando momentos de una belleza viva y candente, pero apartando cualquier atisbo de paroxismo o complacencia. Cuando se aproxima a la luz, Neuhold se arrincona y acuna en la penumbra: ¿no es esto, acaso, Schubert? En el Andante exhibe equilibrios, precisión y solvencia, dejando que la orquesta se muestre como el instrumento que con él ha ganado solvencia, estabilidad y confianza programa a programa, año a año, músico a músico. La Inacabada fue buena, no extraordinaria pero sí francamente buena, y no fría sino epigonal. Y eso, tratándose de una sinfonía que se tararea en los ascensores, de camino a las localidades, es de nota.
La canción de la tierra pertenece a un orden distinto, y su mero anuncio en un programa predispone al público a enfrentar una obra cuyas dimensiones y características, por si solas, ya la convierten en excepcional. Como en Schubert, Das Lied von der Erde supuso para Neuhold un viaje entendido de forma global y progresiva, que va adquiriendo cuerpo a medida que evoluciona y progresa y que hay que guiar y sostener en su abrumadora amplitud. Quiso la fatalidad que el tenor, Michael Weinius, cantara en el abono del jueves en buena condición, y dejando muy buenas sensaciones, pero lo hiciera el viernes aquejado de una súbita faringitis, de esas que abundan en tierras bilbaínas por estas fechas. La megafonía anunció que Weinius iba a cantar lejos de su plenitud, y eso tiene inevitablemente un doble efecto: lastra la audición de la obra, lógicamente, pero de otro lado confiere al afectado cierto aura de elogiable profesionalidad.
Hay que decir que, pese a su evidente afección, Weinius dio una lección de canto y no se la jugó: supo darse en los pasajes en los que no arriesgaba su instrumento y esconderse con elogiable inteligencia donde debía, dejándose envolver con una orquesta implicada y cómplice. Lo que pudo mostrar, que no fue poco, dejó constancia de su calidad y de un bello timbre muy mahleriano, muy propio para Das Lied von der Erde; y sus carencias no fueron dramáticas, porque era sólo uno mas de los muchos solistas que intervienen en esta magnífica sinfonía, sea con sus voces, sea con sus instrumentos. Obra coral, sí, pero concebida como una ambiciosa y exigente suma de solistas, los profesores y profesoras de la BOS entendieron su papel y lucieron de manera convincente. Es lo que claramente les incumbe. La oboe Kyoko Watanabe estuvo fantástica, como el general de sus compañeros, pero merece una mención especial el flauta solista Freyr Sigurjonsson, brillante, emocionantísimo. Al escucharle en el sexto movimiento, dialogando con la mezzo, era inevitable preguntarse: ¿de dónde emergen el compositor capaz de componer algo así y el flautista capaz de cantarlo de esta manera? ¿Desde qué profundidad, o bien desde qué alturas? Fueron, sin duda, momentos de una belleza extraordinaria, de una ambigüedad rota entre el amor a la vida y su abandono, y constituyeron compases de una calidad inolvidable. Sigurjonsson y la mezzo, Lilli Paasikivi, hicieron del sexto movimiento, Der Abschied (La despedida), un pasaje para la memoria, y un broche irreprochable para la carrera en Bilbao de Günter Neuhold. Supieron escucharse y disfrutarse y el público estaba mudo, ensimismado, sobrecogido.
En conjunto, Das Lied von der Erde fue una buena versión, sin paliativos. La mezzo finlandesa cantó Mahler como debe cantarse, modulando su propia voz como parte integrante de un conjunto de solistas. Paasikivi se compenetró perfectamente en la textura pretendida por Neuhold. ¿No quería Mahler un instrumento de mezzo o barítono? Pues aquí está: helo, eso es todo. Inteligentísima intérprete y canto bellísimo. En el cuarto movimiento, Von der Schönheit (De la belleza) parecía bailar el concertino Markus Tomasi sobre su silla, al igual que en el tercero tenor y orquesta cantaban al ya viejo mundo de Das Knaben… y en el quinto era irreprochable el trabajo colectivo. Homogénea, clara, precisa, La canción de la tierra discurría entre lo trágico y lo lúdico, lo esperanzado y lo desolado. En la vida hay lugar para todo, excepto para la quimera, parecía sugerir la BOS: las cosas, sencillamente, suceden y se van para siempre.
Los ecos de otras obras de Mahler, de algunas de sus propias vivencias, son sólo eso: ecos. Mahler ya vivía solo en su propia memoria. Sin embargo, hay también mucho de esperanza y de expresión del placer de vivir en Das Lied… Está Mahler en toda su irreductible complejidad creativa, desbordante. Mostrar esta obra, ofrecerla al público de forma honesta y servicial, casi borrándose del podio, fue el trabajo de un Neuhold poderoso en Mahler, tanto como para no parecerlo. A expensas del último programa de la BOS en esta Temporada, que no tiene otro interés que el de poner un broche festivo al curso, Schubert y Mahler han clausurado el ciclo de Günter Neuhold en Bilbao. Un maestro que ha parecido no estar, salvo tras su música y su trabajo. Un atlante invisible, discreto e indiferente a la adulación, para darla y para recibirla. Un maestro perfectamente activo, pero de los que ya no abundan: un exigente, maduro y sabio austriaco. Hasta siempre, Maestro.