En estos tiempos en los que caminamos mirando nuestros pies, pendientes de esquivar esos abismos que amenazan tragarnos y esos lagos en que tantos zozobran, lo suficientemente cerca para que escuchemos sus chapoteos y lamentos, pero lo bastante lejos como para escapar a nuestro auxilio, si acaso intentáramos procurarlo.
En estos tiempos de miradas traslúcidas y pieles quebradizas en que las certezas parecen haberse derrumbado, dejando paso a montoneras de preguntas estériles y dolorosos sueños rotos; en estos meses y meses que pesan como el interminable transcurso de las viejas grandes eras; ahora mismo, sí: en estos tiempos de elevadas construcciones que se derrumban y al hacerlo ya casi no hacen ruido. Polvo y gargantas irrritadas: malditos sean sus frutos.
Es tal la confusión. Decimos que los cielos nos amenazan cuando cuando es inminente su estallido, sin percatarnos del riesgo suave, infinito y artero que aguarda en el azul raso que, tarde o temprano, dejará de serlo: la incertidumbre, esa es la amenaza verdadera, por velada. Pero es también la puerta hacia la gloria, porque ignorar lo que ha de ser nos hace imprevisibles y libres.
Y qué hermosos y fértiles éramos allí aquella tarde, empapados hasta los huesos, sorprendidos y oliendo a tierra mojada.
Del cielo inmenso e inabarcable, como del viejo paraíso en el que tantos quisieron creer, como de la vieja memoria de aquella tarde, ya poco queda: apenas jirones a los que aferrarse.
Ellos no pueden calcularnos. No completamente. Torpes poderes afanados en podar: es en el cielo donde nos volvemos libres, como arcángeles, y es en la palabra y en el pensamiento donde nos hacemos dueños y brotamos como promiscuos demonios. No tachan los jirones porque no los comprenden. No los censuran porque no aciertan a verlos.
Pues ahí están, invencibles e indómitos, el verbo y las imágenes, esas formas en las que las palabras anidan; ahí está, y es respirable, el oxígeno que los jirones nos ofrendan. Son aire, y es su fragancia indefinible. En cada nuevo cielo hay un pedazo de nuestros propios recuerdos.
No le haremos a nadie el regalo de consumirnos y resecarnos como sarmientos. Perduraremos tozudos caminando, erguidos sobre nuestras cansadas piernas; retratando las nubes, esculpiendo las palabras. Húmedos, sí: sudando y libres.
©Joseba Lopezortega Aguirre, Bilbao, 2014– http://wp.me/Pn6PL-3p