Publicado en suplementos culturales de Grupo Vocento en diciembre de 2011, al término del primer centenario de su fallecimiento. Hay algunas cosas que actualmente matizaría.
He elegido para escuchar, mientras escribo, la grabación de la Quinta Sinfonía por John Barbirolli dirigiendo a la New Philharmonia. No conozco la cuenta exacta y casi inabarcable de las grabaciones existentes de la Quinta, ni creo que realmente interese. Sumo a Barbirolli las versiones de Walter, Mitropoulos, Kubelik o un muy vienés Bernstein; sumo si me apuran media docena de versiones más. No sé cuántas hay, ni sé cuántas habrán sido editadas recientemente, bajo el impulso aparentemente benefactor del centenario de Gustav Mahler, celebrado en este casi extinto 2011. Y me pregunto: ¿qué han aportado tantas grabaciones? De ellas, ¿cuántas son resultado de la mera oportunidad, el márketing, la temeridad o la impostura? Y, sobre todo, me cuestiono si la obra de un compositor puede resistir, sin resentirse, una presión tan desmedida. Es cierto que esa presión se ha producido en un círculo casi cerrado, aunque significativo, fiel y universal, el de los melómanos. El centenario de Mahler ha tenido un eco masivo e intenso, pero en un ámbito muy pequeño.
Mahler fue uno más de los incontables artistas que creyeron que su tiempo llegaría tras su muerte. También fue uno de los pocos en acertar con tan frágil vaticinio, pues de común ese tipo de esperanzas toma fría y definitiva sepultura con sus propietarios. Lo que probablemente no supuso jamás el compositor fue que sus sinfonías iban a ser al cabo de cien años las más interpretadas en salas de conciertos y las más editadas y divulgadas por las sobrevenidas industrias discográficas. Esa es la presión que soporta ahora mismo su trabajo. La cuestión es, ¿cómo y por cuánto tiempo? ¿Cómo afecta esta limitada pero abrumadora popularidad a su legado? ¿Es ese liderazgo el espacio natural del compositor? La industria discográfica, como las editoriales musicales, incide al respecto con la despiadada determinación con que otras industrias talan selvas, extenúan minas o encarecen o vetan el acceso a medicamentos.
Puede resultar simpática como producto, pero la Quinta de Dudamel con la Joven Orquesta Simón Bolívar -por ejemplo- aporta lo que aporta al universo discográfico mahleriano, incluso dejando de lado cualquier comparación con versiones de referencia. Y, como esta, bastantes otras. Por su parte, las ediciones completas puestas a la venta con discutibles e imaginativas combinaciones de orquestas y directores (¿de veras es serio editar una Cuarta de Karajan dentro de una integral de Mahler?) equivalen a amontonar pósters de las sibilas para reproducir la Sixtina. No son las integrales que deben elegirse, sencillamente, como tampoco la de Gergiev. Sin embargo, las discográficas (o las propias orquestas) las editan y lanzan.
Creo que el motor exclusivo de este tipo de dudosas aportaciones es aparentemente loable, mantener vivo un sector amenazado de las industrias culturales, pero en realidad fragilizan la obra del compositor. Ya sucedió con otras efemérides, Mozart en lugar destacado. También así debe entenderse un curioso y creciente fenómeno sobre el que ya se ha llamado mucho la atención: los y las solistas que graban discos son cada vez más fotogénicos. Agostada la búsqueda de patrones musicales, se exploran hasta la extenuación los patrones marketinianos: hagamos bellas carátulas para tratar de vender discos. Como en la industria cinematográfica o, cómo no, como en buena parte del actual mercadeo de la ópera: que Violetta sea bella y si además canta, no importa. Mejor buen tipo que buena caja, ¿qué fue de la ópera?