Publicado en Mundoclásico y Klassikbidea el XX de septiembre de 2022
Joseba Lopezortega /
San Sebastián, viernes, 26 de agosto de 2022. Auditorio Kursaal. Gustav Mahler: Sinfonía número 7. Orquesta Filarmónica Checa. Semyon Bychkov, director. 83ª Quincena Musical. Ocupación: lleno.
Por distintas circunstancias no he acudido a San Sebastián tanto como otros veranos. Primero un viaje agotador y después una tos seca y persistente han limitado mi asistencia a Quincena Musical al penúltimo de sus programas en el auditorio de Kursaal, esta siempre atractiva Séptima de Mahler. Una lástima, porque toda difusión de una cita musical de la importancia de Quincena es poca y porque he dejado sin reseñar varios hitos de la edición, entre ellos la presencia del Maestro Unai Urretxo en el homenaje a Sorozábal o la visita de la Orquesta Sinfónica de la Radio de Frankfurt. Una lástima también porque me he visto privado de disfrutar de la acústica de Kursaal y, sobre todo, de la compañía del cuantioso y cálido público donostiarra; un público al que Quincena ofrece de modo casi habitual obras de Mahler, en interpretaciones tan subyugantes como las de Ivan Fischer con la Orquesta del Festival de Budapest o tan controvertibles como las de Nezet-Seguin con Rotterdam; un público que entregó a Bychkov y los checos una salva de aplausos sin reservas al final de la Séptima, hasta un punto sorprendente, porque esta obra no es en principio ni la más sencilla ni la más cautivadora del bohemio.
La Filarmónica Checa es una de esas orquestas centroeuropeas competentes, orgullosas de su historia y custodias de un sonido elaborado a lo largo de décadas de trabajo con grandes maestros, entre ellos mahlerianos tan reconocidos como Ancerl, Neumann, Kubelik, Inbal o el propio Bychkov. Todo este impresionante acervo se manifiesta hoy de una forma fluida, muy homogénea y madura. Una orquesta excelente. En paralelo, me pareció que sus filas estaban pobladas por instrumentistas de una edad media bastante avanzada, y también que eran muy pocas las mujeres, configurando una semblanza bastante conservadora. Serios, mayores y orgullosos, los instrumentistas tocaban en un auditorio en el que hacía mucho calor. Sólo uno de ellos, el timbalista, se salía de la resistencia estoica del conjunto, ofreciendo un show completamente inaceptable: primero se remangó, después -cuando su trabajo se lo permitía- gestualizaba sin parar. Si la cosa está tan mal, señor timbalista, exige usted la aplicación de la normativa de salud laboral y, si se incumple, se planta, y si se cumple se comporta. Fue algo totalmente impropio de un componente de una orquesta como la Filarmónica Checa, distraía y molestaba. Un circo.
A menudo me pregunto si la visión que el crítico tiene de obras como la Séptima, construida con seguridad casi enteramente a través de registros, puede servir de base para valorar el trabajo en directo de una orquesta y un maestro. Expuesta a múltiples interpretaciones y lecturas, en modo alguno hermética, esta sinfonía es una exaltación de la imaginación sonora y ni debe ni puede someterse a prejuicios conceptuales: debemos valorar lo que escuchamos, y no tanto si lo que escuchamos encaja con lo que deseamos o esperamos escuchar. Todo aficionado tiene su derecho a establecer su propio canon de una obra, como todo maestro tiene derecho -u obligación- de transmitir el suyo. Que las perspectivas coincidan tiene una importancia discutible.
De esta Séptima de Bychkov me pareció interesante, en primer lugar, precisamente su facilidad para elaborar una versión al margen de referencias, desprejuiciada, libre. Ni el primer movimiento ni el conjunto de la obra son particularmente sombríos, ni se enfatizan sus ecos fúnebres, ni la atmósfera es misteriosa o exenta de luz. Para Bychkov, Mahler en la Séptima no describe algo que ve, sino que expone el modo en que la elección de una visión puede transformarse arbitrariamente en música de una forma liberadora y sin ataduras. Así que, manos a la obra, Bychkov dirigía la Séptima como un capricho maduro, ambicioso y algo desmesurado de Mahler, como una afirmación creadora y no como una posible zozobra más o menos autobiográfica. Me encantó la fluidez de la versión y su liberalidad, y el modo en que no ponía los acentos en los compases en los que quizá eran de esperar, sino en la progresión de una sinfonía tan natural -o no- como cualquiera otra de las suyas. La Séptima se desplegaba como un alarde y un juego de un Mahler ilusionante y abierto. Era, compás a compás y movimiento a movimiento, una Séptima del bienestar, despojada de tantas cosas como sabemos de Mahler -y endosamos a sus obras-. Una Séptima desnuda, posible gracias al pincel invisible de Bychkov y a una orquesta digna de tan gran pintura.