Marina Monzó como Musetta. Foto: ©Enrique Moreno Esquibel / ABAO Bilbao Opera

Publicado en el suplemento cultural Territorios, de El Correo, el 3 de agosto de 2024, dentro de la serie de VV.AA. «Secundarios imprescindibles»

Una mujer joven sube agotada una escalera oscura, húmeda y desvencijada. Pide lumbre en la puerta de la buhardilla de un vecino desconocido y tose agotada, presagio de una enfermedad letal. La primera palabra de su papel es scusi -disculpe- perfilando la naturaleza cauta y algo insegura de su personaje. Es Mimí, protagonista de la célebre ópera de Puccini ‘La Bohème’, y esa fragilidad y un destino implacable y manifiesto la acompañarán a lo largo de los cuatro actos que dura su vida: Mimí muere en el escenario, una modistilla luminiscente y efímera sin mayor recorrido dramático, premiada por Puccini con algunas arias magníficas.

Acto II. Es Nochebuena y hay bullicio en el Barrio Latino, y la gente rumorea cuando una joven bella y bien conocida llega al Café Momus acompañada de un hombre maduro y adinerado, Alcindoro, , al que trata como a un perrillo faldero: «Ven, Lulú, ven, Lulú»; «Siéntate, Lulú», le ordena como dueña en sus primeras frases. En el Acto III, esa joven proclamará su credo en las narices del pintor Marcello, su amante ocasional: «¡Quiero plena libertad!»; «Yo detesto a esos amantes que se las dan de maridos»; «¡Hago el amor con quien me place! ¿No te gusta? ¡Hago el amor con quien me place!».

Cuánto temperamento y fulgor hay en Musetta, un personaje que despliega con fuerza avasalladora el amplio abanico de conjeturas propio de una gran ficción: tan amplio como lo que el propio relato no llega a contar. Ella es un enigma, una ficción abierta a mil futuros. ¿Está llamada a hacer fortuna? Tal vez, para ser empática y generosa con los jóvenes artistas que le recuerden a su amado Marcello y a sus amigos. Todos ellos eran un hatajo de burgueses, mientras que la ya casi olvidada Mimí y ella misma eran obreras, ¿cómo entregarse en propiedad a Marcello, cuando Musetta sólo se tenía a sí misma? ¿Cómo admitir que el pintor, burgués, la quisiera para sí? Ella era pobre, él vivía como un pobre, y esa diferencia era un abismo difícil de sortear. Más allá del Acto IV, no acabaron juntos.

Ser consecuente implica asumir riesgos. Quizás ya anciana, la bella vive sola y sin fortuna, pero orgullosa de su independencia, recordando sin amargura sus días de juventud. Los jóvenes la observarán con poca admiración y mucha curiosidad, los ancianos la respetarán por lo que fue y por lo que siempre habrá defendido ser: una mujer al margen de convenciones.

Inspiradora, libérrima, imposible de acotar en un papel secundario, Musetta es el emblema de una belleza que una vez se soñó eterna. Así lo canta Marcello cuando en el Acto II se rinde sin condiciones a su cortejo: «Juventud mía, no estás muerta, ni está muerto tu recuerdo», brama en uno de los más bellos y encendidos gritos de amor de la historia de la ópera, un amor que encierra ya mucho de lamento. Y en este ir y venir, en esa entrega irracional a un amor irresistible, intermitente y tóxico, la pareja acabará sucumbiendo al paso del tiempo, resuelta ya en leyenda.