Publicado en Mundoclasico el 12 de noviembre de 2020
Bilbao, miércoles, 21 de octubre de 2020. Temporada de ABAO Bilbao Opera, Palacio Euskalduna. Gioachino Rossini, Il turco in Italia. Libreto de Felice Romani, basado en una pieza homónima de Caterino Mazzolà. Emilio Sagi, director de escena. Daniel Bianco, escenografía. Pepa Ojanguren, vestuario. Eduardo Bravo, iluminación. Paolo Bordogna, Selim. Sabina Puértolas, Fiorilla. Renato Girolami, Don Geronio. David Alegret, Don Narciso. Pietro Spagnoli, Prosdocimo. Marina Viotti, Zajda. Moisés Marín, Albazar. Coro de Ópera de Bilbao, Boris Dujin, director. Orquesta Sinfónica de Bilbao. Christophe Rousset, dirección musical. Aforo y ocupación: irrelevantes, dados los condicionantes de Covid-19.
Asistimos en Bilbao a un Turco severamente herido por la pandemia. Se disfrutó a modo de milagro. Fue como cuando en el final de El Señor de los Anillos brota en una cumbre el retoño de un árbol que se creía extinguido. Toda ABAO se había conjurado para no suspender el inicio de la temporada bilbaína, citándose así con el público y con su propia historia, manifestando sobre el escenario el poder y la belleza de una representación operística. Loable afán por materializar un compromiso, por no faltar a una cita. El precio fue alto, pues el título de Rossini se ofreció recortado, perjudicado. No fue un drama: Sagi y Rousset se aplicaron para que esencialmente se pudiera disfrutar de Rossini, pero ABAO debe vigilar cuidadosamente la frontera entre cumplir con sus compromisos y empecinarse en cumplirlos. Lo digo no tanto por este Turco -que encajó los cortes sin desangrarse- ni por Alzira –cuya duración se aviene a los vigentes marcos sanitarios- como por Samson et Dalila, que aguarda a la vuelta de la esquina y no parece fácil de domar si las cosas no mejoran mucho.
La escena de Sagi era directa y eficaz, muy detallada y preciosista; transportaba la acción al Nápoles de los cincuenta, con su aire bullicioso y su luz cálida, con esa belleza incontestable en la que incluso la suciedad de las fachadas se eleva a propuesta estética. La trama de Il turco, por lo demás completamente trasnochada, evolucionaba a la perfección en ese marco, y el elenco al completo ponía todo de su parte para comunicar la débil comicidad del libreto y, lo que es sin duda más complejo, algún atisbo de vigencia y modernidad. Si en la visión de Sagi había muchos elementos de la commedia all’italiana, de los personajes masculinos del libreto de Il turco parecían brotar tics algo rancios, más próximos a los gags de los Ozores. Ellas eran otra cosa, por fortuna: Marina Viotti hacía una Zajda convincente, con vocación de ser Musetta, y Sabina Puértolas convertía a la simple y enamoradiza Fiorilla en una mujer por momentos empoderada, dueña de su deseo y de su cuerpo, libérrima. Ellos no volaban ni tan alto, ni tan lejos.
Vocalmente todos y todas trabajaron bastante bien, defendiendo sus papeles con holgura pero sin alardes. Bordogna fue un Selim discreto, de clara intención cómica, con una voz que no parecía extraer todo el potencial a su papel; Puértolas alcanzó un notable equilibrio como actriz y cantante, yendo a más a lo largo de la función; Girolami redondeó un Don Geronio estupendo, pero sin sombra, Spagnoli estuvo muy bien como Prosdocimo; Marina Viotti y sobre todo David Alegret cumplieron con creces, aunque si Il turco estaba herido por la pandemia, el papel de Don Narciso lo estaba mortalmente por los recortes.
La Sinfónica de Bilbao habitualmente trabaja muy bien en el foso. Lo hizo en esta ocasión algo por debajo de sus posibilidades, quizá a causa de un Christophe Rousset que demostró tanta solvencia dirigiendo como falta de intención tejiendo la complicidad entre el foso, el escenario y el talante rossiniano que necesariamente debe seducir al público para que un título así llegue a cuajar plenamente. Lo que propuso no me pareció de interés, pero esta apreciación tal vez debe entenderse a la luz de las circunstancias descritas, tan apremiantes. El coro participó con mascarilla, un impedimento sin duda para el canto y también una agresión visual para el público, pero así son los tiempos que vivimos y se debe dar por bueno. Todas y todos se sobrepusieron con gran clase a ese impuesto de la cautela sanitaria y trabajaron en escena de una forma admirable, como es costumbre. En esta ocasión, por alguna razón, no pararon de bailar. Entre bailar y subir y bajar del tranvía demostraron un buen punto de forma física. Son, sin duda, un importante activo de una organización, ABAO, que navega como buena parte de la cultura entre arrecifes y bajíos. Desear para la asociación una feliz singladura no sé si es sensato -¿una temporada feliz no es pedir mucho?-, pero que todo se vaya materializando será el signo de un orden de cosas que al menos no empeora y de una organización eficaz y valiente y sin duda capaz. Si llegada a un punto ABAO debe amarrarse en puerto también merecerá el máximo reconocimiento. Ojalá no sea necesario.