Jean Sibelius. Foto: http://sibelius150.org

Jean Sibelius. Foto: http://sibelius150.org

Publicado en http://www.mundoclasico.com el 20 de febrero de 2015

Vitoria-Gasteiz, 30/01/2015. Teatro Principal. Frank Peter Zimmermann, violín. Orquesta Sinfónica de Euskadi. Carlo Rizzi, director. Jean Sibelius: Concierto para violín y orquesta en re menor, opus 47. Jean Sibelius: Sinfonía nº 5 en mi bemol mayor, opus 82. Aforo: 988. Ocupación: 80%.

En la noche del 30 de enero llovía sobre las calles del centro de Vitoria-Gasteiz lo que se dice un diluvio, y la temperatura era más bien baja. Aproximarse al teatro Principal tenía algo de heroico, pero la llamada era poderosa e irrenunciable: Sibelius en la primera parte, Sibelius en la segunda, respectivamente el concierto para violín y la sinfonía número cinco, un programa de libro para disfrutar de la música de un compositor hondo y exigente. Ya a resguardo, en el interior del Principal, un pequeño y bonito teatro a la italiana, se apreciaban a simple vista las apreturas a las que el espacio sometía a la orquesta: quizá llevaderas para el concierto, pero muy preocupantes para la sinfonía. El concierto resultó lo que el espacio, así descrito, auguraba.

Si es complicado entender qué mueve a programar un concierto para piano de Mozart en una enorme sala para 2000 personas,  no es menos complicado entender qué lleva a programar Sibelius en un teatro como el vitoriano Principal, fuera de los quizá insoslayables imperativos organizativos de la propia orquesta. Todo el transcurso del concierto estuvo dramáticamente condicionado por la acústica, algo a lo que el maestro Rizzi pareció perfectamente ajeno. El concierto para violín resultó notable, dado el trabajo de un solista de sonido limpio como el aire de un invierno extremo, a la vez firme y sutil. Zimmermann es un gran violinista, alejado de las extravagancias discursivas y apasionadas de otros solistas y cercano a un Sibelius sobrio y técnico, y se encuentra muy cómodo con la partitura e incluso familiar con la Sinfónica de Euskadi. Esa familiaridad era palpable desde las primeras filas del teatro. No se puede pedir al experimentado Lorenz Nasturica que se comporte con la seriedad envarada de un primerizo, ciertamente, pero quizás sí podemos recordarle que un concierto es, en cualquier sala y ciudad, una cita única y no un trámite, al menos para el público que va a escucharlo, y que entre la rigidez y la laxitud existen términos medios.

Obviando esas cosillas, el concierto fue notable, como decía. Zimmermann comenzó con un sonido muy delicado y marcado, mostrando gran fortaleza en los graves y proporcionando una delicada exposición, casi didáctica, de un concierto de belleza deslumbrante, para el que le sobran facultades. La orquesta le secundaba bien, y entre solista y profesores parecían crear una propuesta muy por encima de la versión de Rizzi, que sencillamente carecía de matices. El maestro estuvo impersonal y en algunos momentos fuera de sitio, como incómodo, lo que sucedió a lo largo de toda la noche. Su lectura del concierto adolecía de falta de intención, como fue especialmente palpable en el inicio del Adagio, pero benefició al lucimiento de Zimmermann, haciendo su trabajo más necesario e importante. Todo el peso de la obra lo sobrellevaba el violinista, que dominaba escenario y teatro a su entera voluntad. Quizá sabedor de antemano de su derrota a manos de la imposible acústica del teatro, el maestro Rizzi daba rienda suelta a los metales, y el desinterés hacia la versión se hacía proporcional al placer creciente que proporcionaba Frank Peter Zimmermann, que iba destilando su parte con pureza, firmeza y plena intención. A su alrededor la OSE iba a machete, desequilibrada y sin matices, llegando al paroxismo en el tercer movimiento, en el que el sonido llegó por momentos a ser sucio, e impropio de una orquesta del nivel de calidad de la OSE, a la que se debe eximir de responsabilidad. En este Allegro final los metales llegaron a chirriar, a arañar la audición, y no por su falta de calidad, sino por falta de condiciones y por la quizá deficiente prestación del maestro. Pero lo grave es que Vitoria acoja un programa semejante en un teatro con tan inmisericordes limitaciones, dada la inexistencia de un auditorio en condiciones que no se ha materializado, de acuerdo al relato de los lugareños,  por una especie de silenciosa y sostenida reyerta entre políticos de distintos partidos y periodos de gobernanza –es un decir-. Un auditorio en condiciones para Vitoria-Gasteiz es, sin duda, una necesidad imperiosa.

Si esta desazón recorría de principio a fin el concierto para violín, que Zimmermann convirtió en malvasía y que Rizzi hubiera podido plantear de un modo mínimamente matizado, la Sinfonía número 5 representaba un envite para valientes espartanos. Todo lo que pueda decir de esta Quinta de Ricci está implícito en mi comentario del concierto para violín, no voy a extenderme: un maestro asaz brusco y arrollador hacía que los planos sonoros desaparecieran en un maremoto de dinámicas con vida y voluntad propias, enajenadas por la veleidosa e ingobernable acústica del teatro. Si hubo prueba acústica, el maestro debió salir a dirigir la sinfonía derrotado de antemano. Los diálogos entre timbalero y metales, en los que Sibelius lograra condensar largos años de evolución musical e inconfundible personalidad en tres o cuatro compases, asemejaban escaleras mecánicas sin otra intención que resultar audibles –eso sí: muy audibles-. La personalísima sinfonía del genio de Hämeenlinna parecía una banda sonora poco agraciada, un cruel amontonamiento de sonido sobre sonido, una experiencia errática y desoladora, con un permanente exceso de volumen y una inmensa cruz sobre el conjunto de su desarrollo: la sala no era adecuada al repertorio, por más que la OSE la conociera bien y tratara de acoplarse. No, no puede tomarse un glögi con tenedor; pero, cabría recordar, tampoco debe servirse a manguerazos.

©Joseba Lopezortega Aguirre, Bilbao, 2012-2015– http://wp.me/Pn6PL-3p