Publicado en Mundoclasico el 19 de octubre de 2020
Bilbao, miércoles, 30 de septiembre de 2020. Euskalduna Jauregia. Schubert: sinfonías 8, 2, 4 y 5, ofrecidas en dos programas consecutivos. Euskadiko Orkestra. Robert Treviño, director. Aforo por turno: reducido a 600 localidades por medidas anti covid-19. Ocupación: 80%.
Feliz la idea de convertir los condicionantes de Covid-19 en la oportunidad de presentar el sinfonismo de Schubert en distintas ciudades y múltiples programas: un precioso viaje musical en las alforjas de una orquesta viajera. Feliz también Robert Treviño, entregado plenamente a un repertorio que ahora mismo abre una dimensión fresca e ilusionante del maestro, lejos del gran aparato orquestal con el que años atrás deslumbrara con Mahler, Bruckner o Shostakovich. Este Treviño, forzosamente más íntimo, se muestra extremadamente musical y dirige con un gesto hermoso y desenvuelto, simbiótico con su característica firmeza. Pocas cosas en un concierto son tan felizmente contagiosas como percibir que un maestro disfruta en el podio, que se nutre de su propio trabajo: admirables esos maestros egoístas que copan la nómina de los grandes directores. Schubert propició para Treviño ese estado de gracia en un contexto en el que el don de dirigir, inexpresable e irrenunciable, es necesario para los públicos, para las orquestas y para la propia música.
Desde una butaca tan cómoda y aislada como la que se disfruta en el Euskalduna, saboreando cuatro sinfonías de Schubert en una misma tarde, la música limpia la mente como una ducha fresca al término de un largo viaje. Me sentí francamente a merced del concierto desde las primeras notas de la Octava, desprejuiciado, jugando a entender los caminos y elecciones de un Treviño a quien la orquesta respondía con mucha clase y con una suerte de cauta y firme complicidad. El carácter del norteamericano termina por imponerse, con una dirección en la que parecen caber pocas dudas, con una lectura de Schubert resolutiva, quizá alejada de la compleja e inevitable añoranza vienesa que envuelve su música, pero aportando en cambio una visión luminosa y asertiva de la gran categoría de sus sinfonías. Para Treviño no cuenta tanto lo que Schubert parece querer expresar como lo que Schubert es capaz de hacer vivir, en el público y en los atriles. Esa lectura me encantó, francamente, de un modo acusado en aquellos pasajes schubertianos más proclives al barniz de la melancolía. También fue convincente la entrega de la orquesta y del maestro para transmitir que Schubert es también un compositor de la vida y del gozo, un compositor con evidente garra y energía.