Publicado en Mundoclasico el 9 de septiembre de 2015
San Sebastián, miércoles 26 de agosto de 2015. 76ª Quincena Musical. Auditorio Kursaal. Béla Bartók: Concierto para violín número 1. Anton Bruckner: Sinfonía número 7 en mi mayor. Kristóf Baráti, violín. Orquesta Sinfónica de la Radio de Colonia. Jukka-Pekka Saraste, director. Aforo: 1806. Ocupación: 80%.
La Sinfónica de la Radio de Colonia y Jukka-Pekka Saraste ofrecieron en Donostia una buena Sinfonía número 7 de Bruckner. Todo fue equilibrado, todo correcto, todo claro, con un sonido precioso y unas trompas y tubas excelentes y el maestro Saraste dirigiendo con poder y precisión. Bruckner se hizo parcialmente despojado de la carga de trascendental solemnidad y evocación que normalmente le acompañan, y esa opción de aligerar su música, de aproximarla tanto al mundo de la danza mundana como a los ecos metafísicos, fue notable en el Finale, pero ya se anunció desde el Allegro inicial. En conjunto, Saraste hizo un Bruckner de arco amplio, que también abarcaba el don de la levedad, cuando tradicionalmente se ha entendido su obra como grave y densa, como un discurso introspectivo que debe analizarse en términos de analogía: Bruckner como arquitectura, como fábrica catedralicia y como laberinto. No es así en manos de Saraste, que lo desprejuicia y relativiza, y sin abandonar esa esencia indudable y tradicional, más circunscrita, trabaja también su música como un entorno abierto, como un paisaje luminoso y no como la luz que atraviesa una vidriera. Bruckner, con todo, esencialmente más necesitado de luces que lo recorran y exploren que luminoso en sí. En eso es pétreo, inamovible.
El Scherzo fue sencillamente impecable y el Adagio, ay, fue rabiosamente bello y entregado, más atenazante que subyugante y también más en una línea tradicional que el resto de los movimientos, absolutamente pleno en manos de la Sinfónica de la Radio de Colonia y Saraste. Ni una tos en el Kursaal, se podría decir que ni siquiera un pestañeo. Hay una fuerza hipnótica en ese movimiento, que desde su estreno atrae y magnetiza tanto a santos inocentes como a insignes monstruos, y el cáliz fue vertido hasta secar las bocas. Paréntesis. Es una pena que Quincena, que no es exactamente –o no sólo- un festival musical de verano, no ofrezca notas más consistentes ni en el programa de mano ni en su espacio web. No hubiera estado de más que en algún lugar informaran, por ejemplo, de la edición empleada por Saraste, Nowak a juzgar por la percusión, porque la edición no es una cuestión menor si hablamos de Bruckner. Creo que sería deseable un esfuerzo mayor en estas materias por parte de la organización. Cierro paréntesis.
Antes del descanso, es decir antes de la número 7 de Bruckner, Kristóf Baráti había tocado el concierto número 1 de Bartok para violín. La obra, que no se interpreta mucho, es francamente sugerente, y la orquesta hizo un muy buen trabajo. Baráti es un violinista cálido, se vuelca en el Lady Harmsworth cedido por la Sociedad Stradivari de Chicago, y su versión se asemejaba más a registros como el de Stern con Ormandy que a otros más recientes y etéreos. Un Bartók musculoso, potente, denso y sin reservas, que fue aplaudido por el público y que, a quien esto escribe, le dejó con ganas de volver a escuchar al violinista húngaro Baráti.