Publicado en www.mundoclasico.com el 12 de junio de 2015
San Sebastián, 07/06/2015. Auditorio del Centro Kursaal Zentrua. Ciclo Kursaal Eszena. Ivo Pogorelich, piano. Real Filharmonía de Galicia. Paul Daniel, director. Robert Schumann: Concierto para piano en la menor, op. 54. Ludwig van Beethoven: Sinfonía nº 5 en Do mayor, Op. 67. Aforo: 1806. Ocupación: lleno.
Es posible hacer el concierto de Schumann desde el lirismo y el hálito romántico formal, sin duda; pero también desde la fuerza y el arrebato; y también es posible tocarlo mientras se interroga y se cuestiona. Es una partitura abierta a muy diversas aproximaciones. Ivo Pogorelich, con su tradicional ensimismamiento, que le es tan consustancial como a otro pianista sonreír forzadamente al saludar, se sienta al piano junto al pasante y comienza a descifrar la partitura de Schumann y a versionarla. ¿Es eso extraño o sorprendente de él? En absoluto: aborda el concierto a la manera en que hace prácticamente treinta años abordaba el de Chaikovski: como él considera que debe hacerlo, como a él le parece que debe y puede entenderlo y transmitirlo. Pero el resultado no es el producto de una arbitrariedad, sino la expresión de una necesidad casi física: toca el concierto para crearlo y librarse de él, lo toca como en un trance inevitable y a la vez sobreexpuesto y críptico. Lo que para otros son notas impresas, para Pogorelich son sonidos vivos e indómitos; lo que para otros son quizá dudas, para Pogorelich son graves preguntas. Su genialidad es plantear el concierto como problema, para tratar de encontrar su solución en un proceso vivo. Nada de lecciones aprendidas, nada de memoria y mecánica: por eso lee la partitura, porque siempre es nueva para él, buscando cosas. De modo que desde el comienzo mismo del concierto la propuesta de Pogorelich es un desafío, porque implica una pregunta: ¿es que una partitura es lo que el oyente espera de ella? ¿No es, acaso, lo que el pianista siente que debe hacer con ella? Siendo así, para Pogorelich una versión no responde a un modelo ni siquiera propio, sino a un enfrentamiento siempre nuevo y recreador, y hace Schumann como Moisés abrió las aguas: a un lado los que esperan una forma preconcebida de escuchar lo que ya conocen; al otro quienes disfrutan escuchando cómo su técnica superlativa le conduce a dudar acerca de qué camino seguir.
Pogorelich derrocha fortaleza y al mismo tiempo es extremadamente delicado recorriendo sus constantes inquietudes rítmicas. Exige al piano una sonoridad casi metálica y unas dinámicas sobrecogedoras. Desnuda hasta el hueso tantas y tantas interpretaciones rutinarias, de las que el concierto de Schumann posee no pocas incluso entre sus muchos registros a manos de célebres pianistas, porque ¿cuántas versiones se encuentran entre tantas interpretaciones, descontando a Arrau? Pocas. Pues bien: más allá de gustar o no gustar, Pogorelich ofrece indiscutiblemente una, y ese hecho ya le eleva sobre legiones de pianistas que recorren el mundo tocando muy bien, como si hoy en día tocar muy bien significara algo por sí mismo, con la cantidad de buenísimos pianistas que se producen. El serbio es un gigante del piano, lo fue y lo sigue siendo. No es un pianista ortodoxo y granítico, es un pianista que esculpe el sonido como si trabajara el mármol. Su sonido pesa, es grávido.
La Real Filharmonía y Paul Daniel hicieron su trabajo muy bien en el Allegro affetuoso, porque no se sintió que estuvieran; es un elogio, no hay que aclararlo. Paul Daniel ejercía de concertador, y Pogorelich tendía a tapar todo el espectro sonoro del movimiento y a concitar todo el interés. Ya en el Intermezzo la orquesta tomó sus posiciones con gran clase. Este segundo movimiento resultó sumamente inquieto e incómodo, en un terreno próximo al desasosiego, y también fue tratado de forma extremadamente moderna, cuestionando y desterrando cuanto pueda encerrar de mera belleza formal. Al lado del Intermezzo de Pogorelich, y dicho con todo respeto, hay muchos intermezzi afamados que parecen un colgante de Swarovski, y pertenecen a un plano interpretativo completamente distinto y probablemente complaciente, pero estéril. Todos son Schumann, vale, y quizá todos explican al compositor, sí, pero uno arrastra al calor y la incomodidad de la forja y otros exponen el colgante en un cuello esbelto, ¿es eso lo ortodoxamente romántico?
Escuchar cómo Pogorelich forja el Intermezzo es irracionalmente bello, porque es un proceso a la vez afiladamente técnico y descarnadamente intuitivo. La gran técnica de Pogorelich no es un escudo ni un colchón, es trabajo, interrogación y desnudez. En el Allegro vivace regresan la fortaleza y una entrega radiante. La forma de tocar de Pogorelich no es la razón o explicación de su versión, sino su consecuencia: toca transportado por los sonidos, como si estos no dependieran de su voluntad, sino que nacieran desde el propio piano y llegaran a sus dedos, sobresaltados en no pocas ocasiones. Mayúsculo músico, como supo reconocer el público donostiarra, y buen trabajo de la orquesta y del maestro, que en la segunda parte del programa ofrecieron una estupenda Sinfonía número 5 de Beethoven.
En una reciente crítica, escribía Asier Vallejo Ugarte que la Quinta de Beethoven “parece una obra más de orquestas en gira que de temporadas de abono” (diario Deia, 7 de junio de 2015). La definición se aplica perfectamente a la prestación de la RFG y Paul Daniel una vez el piano fue retirado del escenario del Kursaal, auditorio de tan grata acústica. La Real Filharmonía salió enchufada, en perfecta dominadora de este repertorio, que tan bien se le ajusta. En los dos primeros movimientos la interpretación fue ortodoxa, y de un excelente nivel. De los metales de esta formación, llamativamente todos varones en su visita al Kursaal (salvo error), puede decirse que sobresalieron, en especial sus trompas. Fue un verdadero placer escucharles, nadando a favor de corriente, pues se palpaba que la Real Filharmonía estaba gustando. También Paul Daniel gustaba: sin batuta ni podio, dirigiendo con un gesto muy conciso y coreográfico, con gran claridad y sentido musical, relacionándose con sus músicos en un plano de horizontalidad y franqueza casi cómplice, y sin descuidar en ningún momento el rigor en los tempi que exige esta sinfonía.
El tercer y cuarto movimientos se aprovecharon para que la orquesta, que había estado -tan bien- en un forzoso segundo plano con Schumann, y había sido tan rigurosa y preciosista en los dos primeros movimientos de la Quinta, exhibiera músculo y sacara sobre la tarima su capacidad de producir mucho sonido. Entre contrastes quizá algo extremos, Paul Daniel condujo a su orquesta hacia un final en el que quizá se perdía claridad en beneficio de la potencia, pero eso es de maestro con oficio, que prepara lo que buena parte del público espera, y busca un merecido paseo entre laureles. La jovialidad no es cuestión de volumenes, sino de espíritu, pero de la Real Filharmonía y de su director hay que decir que no existió conflicto entre ambos fieles en momento alguno, y que todo fue muy bien resuelto. El público aplaudió con generosidad un trabajo bien hecho. Hemos hablado de los trompistas, pero en honor a la verdad la gran ovación al término de la Quinta fue para los y las violonchelistas, aunque cada sección tuvo la suya y toda la Real Filharmonía dejó muy buenas sensaciones.