Publicado en Mundoclasico el 24 de junio de 2016
San Sebastián, 31 de mayo de 2016. Auditorio Kursaal. Saimir Pirgu, tenor. Orquesta Nacional del Capitolio de Toulouse. Orfeón Donostiarra (J.A. Sáinz Alfaro, director de coro). Director: Tugan Sokhiev. Hector Berlioz: Requiem, Op. 5. Aforo: 1806. Ocupación: lleno.
Hay tal amplitud y diversidad en esta deslumbrante misa de difuntos que su interpretación requiere, ante todo, de una acústica capaz. Ese es el primer gran instrumento imprescindible, y en primer lugar hay que constatar el magnífico comportamiento del auditorio del Kursaal con una obra comprometida, que propone con la misma calidad y pericia y en arrebatadora sucesión la proclama y el recogimiento, el fémur y el estribo. Libérrima, arrebatada y lúcida, esta misa requiere también de una orquesta segura y dúctil, de un coro mixto preferiblemente en estado de gracia, de un tenor solvente y de un maestro escultor, de esos que no dibujan la música, sino que la cincelan. Tugan Sokhiev lo fue. Supo crear un Requiem pasmoso, de una consistencia casi corpórea, y en el trance de crearlo con sus manos, de dejarlo brotar, asemejaba el centro del juicio final de la Sixtina, pero envuelto en humanas artes, y no en justicia divina; envuelto en vida, y no en mortajas; aspirando más a expresar la vida que la redención, y erigiendo un Berlioz sublime, coronado, para quien Dios no es sino el producto de la porfía humana en crearlo. Una fuerza, quizá una creencia, que surge de la inteligencia.
Hay fuerza y entusiasmo y bulliciosa vida en esta misa, tan hermosa y bien edificada que no debe temer el paso del tiempo. La Orquesta del Capitolio de Toulouse respondió magníficamente y sin fisuras a su permanente exigencia, que hizo suya el maestro, y luego estaba el coro, quizá el mejor Donostiarra en los últimos conciertos que le he podido escuchar, con ellas por encima de cualquier baremo, y ellos no muy lejos. Soberbio el Orfeón, que era exigido y enardecido al máximo e inmediatamente calmado de una forma diríase voluptuosa, sensual, entregada, y que se sentía capacitado para responder de forma precisa a los requerimientos del maestro Sokhiev: qué gran pareja para un buen maestro. La parte del tenor la hizo Saimir Pirgu, elegante y claro, convincente, de modo que en cuanto a voces la misa fue excelente.
La orquesta del Capitolio hizo su trabajo de forma impecable familia a familia, con unas cuerdas de gran calidad -maravillosas en el Ofertorio-, y con las maderas y metales a tono. La percusión, tan caprichosa y elaborada en esta creación musical berlioziana, lo mismo, de modo que por este lado el Requiem también lucía fresco, potente y vital como un amanecer. Respecto a otras misas de difuntos, esta versión de Sokhiev se escuchaba como una inundación de vida y colores en el oscuro reino de Hades, disipando sus brumas, caldeando el frío infinito que la tradición judeocristiana supone a la muerte. Y esa vitalidad romántica calaba y convencía, no en vano las fanfarrias envolvían al público y rompían el tradicional e imperativo eje escenario – público, afectando a todos por igual: la muerte es principalmente un asunto democrático. Enorme Berlioz y excelente Sokhiev al revivirlo, clave en la noche en todos los sentidos de la palabra.