Facebook y Google han anunciado cambios en sus políticas de privacidad casi simultáneamente. Google ha hecho un esfuerzo para presentarlas de modo inteligible, partiendo del reconocimiento de su dificultad y complejidad, pero Facebook continúa empeñada en urdir una complicada tela de araña en la que es realmente fácil perderse. Claros o enrevesados, esos cambios afectan a nuestra privacidad, y afectan por tanto a los valores que tradicionalmente definen este término y, lo que es probablemente mas grave, a la propiedad misma del contenido de nuestros actos de comunicación: aquellos que, en teoría, queremos proteger de las demás personas, como tales o por sus contenidos. Los cambios no son fáciles de gestionar, crean incertidumbre e indefensión y facilitan la circulación de declaraciones de los usuarios que se reproducen en la propia red y que carecen de cualquier valor. En realidad, cuando nos damos de alta ya hemos suscrito un contrato con el servicio y hemos pulverizado el concepto tradicional de privacidad: nos hacemos tecnológicamente sociales, pero eso no debiera significar la renuncia a construir nuestra intimidad en términos que conozcamos y aceptemos. Supongo que desde el punto de vista jurídico es discutible que una de las partes pueda modificar las cláusulas de forma unilateral, aunque siempre cabe la posibilidad de darse de baja en los servicios. Sin embargo, ¿no son esenciales esos servicios? Si los sistemas educativos y los expertos contemplan la necesidad de formar a las nuevas generaciones en su empleo, ¿no lo hacen considerando su importancia para el pleno desarrollo del sujeto social, del ciudadano? Aceptamos la existencia de una brecha digital por razones socioeconómicas, y debemos constatar la existencia de otra brecha, la de la privacidad: si no poseemos los resortes que modulan lo privado, estamos expuestos y a merced de las empresas que lo comunican. Y nadie debe renunciar a una herramienta que de hecho ya es básica en la comunicación de muchos ciudadanos y empresas.
Esa intromisión (legal o no) en la privacidad no es nueva, pero sí presenta aspectos novedosos, y el principal es probablemente el contexto de desmoronamiento global que están sufriendo el concepto y el derecho de la privacidad en las comunicaciones. Estados Unidos, teórico garante y paladín de las libertades individuales, ha vulnerado sistemáticamente millones y millones de correos electrónicos. Brasil ha respondido ofreciendo a sus ciudadanos un sistema de encriptación que les defenderá de esa intromisión (¿durante cuántos días?). El salto al vacío impresiona, pues partimos de una cultura de alguna certidumbre: en los sistemas democráticos, hasta ahora, pensábamos que una comunicación sólo podía interceptarse previo mandato judicial. Los paquetes postales los recibíamos cerrados, los sobres lacrados: ¿por qué en el mundo digital queda impune la apertura de los paquetes de datos? Hay que preguntarse si Europa está protegiendo los derechos fundamentales de sus ciudadanos? Este es el marco grueso en el que Google o Facebook escriben sus abusos con diminuta caligrafía.
Estas grandes empresas argumentan que dotan al usuario de herramientas para controlar eficazmente su privacidad. Es posible. Avanzar por los meandros de esas herramientas es mareante, incluso para personas familiarizadas con sus conceptos, y no es muy tranquilizador pensar en qué sucede en el caso de personas poco experimentadas. Están indefensas. Coincidiendo en el tiempo con los cambios unilaterales sobre qué pueden y qué no pueden hacer las redes con nuestros contenidos, que son los que hacen que su negocio funcione, la Ertzaintza sale al paso de un rumor acerca de tentativas de secuestro de niños en el entorno de colegios vascos. El bulo, evidente, corre de teléfono en teléfono como la pólvora. Si una noticia tan descabellada se da por buena hasta adquirir dimensiones de noticia, difícilmente podemos pedir a esos ciudadanos (que por otro lado pueden ser sagaces y avisados en otros ámbitos y usos) que gestionen su privacidad. No es serio.
El lapidario “Perded toda esperanza quienes entráis” de Dante puede leerse como “perded toda privacidad”. En la red, todo queda expuesto y tarde o temprano será accesible. Ni siquiera el pasado existe como tal, sino que los contenidos flotan siempre en el presente. Como en el caso del derecho al olvido, en el control y el valor que damos a la privacidad estamos asistiendo a un choque entre dos culturas, la analógica y la digital, que debe producir una redefinición de los propios valores y una nueva práctica cultural en su gestión. Con seguridad, nuestra intimidad está mas a salvo entre millones de intimidades expuestas en 2013 que en el círculo diminuto y plagado de secretos, velos y lutos de un pequeño pueblo de un valle pirenaico en el S. XIX. Pero de nuevo es necesario y exigible que se establezca un marco definitorio por encima de los intereses particulares de las grandes compañías. Tenemos derecho a saber a qué nos atenemos y a que exista una certidumbre y una estabilidad en las reglas del juego. Y no sólo por lo que afecta a lo que se enseña: las mismas cláusulas que se emplean para enseñar se emplean para prohibir, para censurar lo que los entes creen inadecuado o inmoral, y de esa manera ejercen un papel de tracción conservadora sobre el conjunto de la sociedad. Es un mundo en el que un desnudo escandaliza, y un acorazado no.
Publicado en El Correo y otros diarios de Vocento el 26 de octubre de 2013
©Joseba Lopezortega Aguirre, Bilbao, 2013 – http://wp.me/Pn6PL-3p