Publicado en Mundoclasico el XX de septiembre de 2018
San Sebastián, 27 de agosto de 2018. 79ª Quincena Musical. Auditorio Kursaal. Mozart: Vísperas solemnes de confesor. Mahler: Sinfonía número 4. Christina Landshamer, soprano; Olivia Vermeulen, mezzosoprano; Xabier Anduaga, tenor; Konstantin Wolff, barítono. Orfeón Donostiarra. J.A. Sáinz Alfaro, director del coro. Budapest Festival Orchestra. Ivan Fischer, director. Aforo: 1806. Ocupación: lleno.
La interpretación de la Sinfonía número 4 de Mahler por la Budapest Festival y el maestro Ivan Fischer casi coincidió con el anuncio de su participación en el Mahler Fest de Amsterdam 2020, junto a otras cinco orquestas. No sorprendió. Parece lógico que Fischer y la BFO estén presentes en Amsterdam pues su Mahler es, hoy por hoy, absolutamente deslumbrante.
Ivan Fischer es un gran trabajador y un estudioso. Frente a maestros extensivos, capaces de abarcar orquestas y geografías al límite de las posibilidades de los puentes aéreos, Fischer es el exponente de una dirección artesanal e intensiva, meticulosa y comprometida, diría que con un fuerte componente ético hacia sus músicos, hacia el público y, a través de este, hacia la sociedad en su conjunto. Su versión de la número 4, quizá la más simple y abiertamente vital sinfonía del compositor, era despaciosa y firme, como el paseo de un montañero avezado y experimentado, y la orquesta seguía el sendero iluminando el auditorio a su paso. El primer movimiento era ciertamente calmo y elegante y musical desde los cascabeles iniciales. En el segundo, un scherzo sin prisa, Fischer facilitó el diálogo entre concertino y trompa, creando uno de esos manifiestos de descreimiento y burla tan del gusto de Mahler, con una excepcional aportación de las maderas. Si en el primer movimiento latía cierta atmósfera bucólica, campestre, propia del Mahler más absorto en la contemplación, en el segundo se revelaba el Mahler de la opinión, el irónico, pero ello en una medida exquisita.
Fischer es también un director muy elegante, de gesto casi austero, y es sorprendente en su gozosa previsibilidad: es como si su versión de la sinfonía se hubiera escuchado toda la vida, y al mismo tiempo es como si sólo su versión revelara por vez primera esa sinfonía, con acentos insospechados, con brillos y matices que articulan una brillante visión. Esa austeridad y esa profundidad son patentes en el tercer movimiento, Poco adagio, que se ofrece con una tersura y una energía maravillosas, de nuevo con un tiempo notablemente lento incluso para las versiones más lentas consideradas canónicas, al contrario por ejemplo del modo en que el maestro aborda la Novena. Magnífico Ruhevoll, en suma, y arriesgado, en un enfoque que puede soportar una orquesta de primerísima línea.
¿Qué decir del cuarto y último movimiento? Que la delicadeza y la firmeza del pulso de Fischer alcanzaron el paroxismo, acariciando la voz de la soprano Christina Landshamer, perfectamente adecuada a esa singular visión caricaturizada y al mismo tiempo sagrada del paraíso como un lugar de festines y viandas: comer es el paraíso del hambriento, y en manos de Fischer esta verdad simple dibuja una ensimismada poesía de vuelo teológico. Magistral.
En la primera parte del programa, la noche respondía a la voluble vocación sinfónico-coral de Quincena Musical, y antes del intermedio se interpretaba Vísperas solemnes de confesor. Resultó algo intrascendente, devorada por la Cuarta pese al correcto concurso de todos los intervinientes. Lo más destacado, más allá de la habitual calidad del Orfeón, fue el bellísimo Laudate Dominum, pura delicadeza bien servida, en clave de levedad, por Christina Landshamer.